Acerca del armamentismo popular

Acerca del armamentismo popular

Aquí, en Santo Domingo, hay zonas que parecen robadas del viejo Oeste norteamericano. Por ejemplo, en la avenida Francia (que no es avenida sino apenas calle estrecha) abundan los negocios de ventas de armas de fuego, municiones y accesorios, que también encontramos en verdaderas avenidas. Los promocionan con carteles en los cuales vemos una formidable arma de guerra, una pistola automática de gran poder, que apunta hacia el eventual cliente, con el inocente mensaje: “Armas deportivas”.

   ¿Qué tiene de “deportivo” utilizar un arma diseñada para la guerra… en el terrorismo… el crimen, la ira desbocada? porque aunque tengan algunas armas para “deporte”, las que promueven son las otras.

   En principio he de citar el acucioso trabajo de Alonso Rodríguez Demorizi, “Historia del porte de armas”, publicado en “Clío”, órgano de la Academia Dominicana de la Historia, No. 137, correspondiente al año 1980.

   Nos informa Alonso Rodríguez Demorizi que a principios del siglo 16 los comuneros de España constituyeron una “Junta Santa” para exigirle al emperador Carlos Primero la autorización del uso de armas a cada uno según su calidad. Mucho después, luego de votar la Constitución de 1787 (en 1789), considerando necesaria una milicia armada y organizada para defender la seguridad de un estado libre, propuso que el derecho a tener y portar armas no debería ser estorbado. El Congreso aceptó y aprobó esa y otras reformas el 15 de diciembre de 1791.

    O sea que se tomaron su tiempo para pensarlo bien.

    “Nosotros, en cambio –apunta el historiador- al constituirnos en 1844, aceptamos que todos los ciudadanos estamos obligados a defender la patria con las armas cuando seamos llamados por la ley, pero no podemos reunirnos pacíficamente en casas particulares, con armas”.

    En 1874, el presidente González prohibió la importación de armas y pertrechos de guerra, exceptuando las escopetas y revólveres, pero al año siguiente, en vista de frecuentes desgracias por el libre uso de revólveres, prohibió la introducción de cápsulas (balas) y dispuso comprar toda la existencia nacional. Incluso se llegó, en 1878, a que el ministro de Estado Casimiro N. De Moya aclarara a los cónsules radicados aquí que la importación de pólvora, plomo y armamento estaba sujeta a permisos del Gobierno.

   Hoy, muchos, incluyéndome a mí, nos hacemos los idiotas al pretender no tener idea de quiénes son los dueños de estos negocios propiciadores de muerte, y de las facilidades con que se adquieren armas en la cercanía de la frontera domínico-haitiana.

   Poseo testimonios: Recientemente varios automóviles estacionados en el área de  parqueo de mi vecindario fueron robados o despojados de equipos y piezas cuando no los pudieron mover. Cuando el “guachimán” se acercó, le apretaron una gran pistola sobre el pecho, diciéndole: “Si te mueves, te mato”. 

   ¿Es tiempo de guerra?

   Ya me lo había preguntado con inocencia provinciana una española al llegar aquí hace pocos años: ¿Y todas esas armas… es que estamos en guerra?

   No, pero lo parece.

    A los viejos charros mexicanos se les veían bonitos sus revólveres, que eran un complemento de su atuendo. Tampoco podríamos imaginar a John Wayne y otros personajes de Westerns sin el revólver y el cinturón de tiros. Pero no es el caso.

      Se trata del sórdido negocio de enriquecerse facilitando la violencia.

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