Actuar en consecuencia

Actuar en consecuencia

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
De repente parecería que la indignación por la injusticia social, que estaba dormida o sumida en laxa somnolencia, se ha despertado de un susto y con los ojos turbios golpea a diestro y siniestro con enloquecida ira.

Dicen que el narcotráfico y su hermano gemelo, el crimen organizado, son los responsables de un proceso trágico que lleva un ritmo de dos muertes diarias desde el inicio del gobierno del Presidente Fernández, y que ha sembrado y cosechado el temor del pueblo dominicano y de sus visitantes, dejando que nostalgias rememorativas ocupen el lugar de nuestros tradicionales agrados, manifestados aún en tiempos del clima asfixiante de una dictadura tan extensa como la de Trujillo.

Los dos primeros meses de gobierno del Presidente Fernández presentan la escalofriante cifra de ciento treintaicinco víctimas terminales, de acuerdo a informes policiales (El Día, 18 de octubre 2004) y uno supone, creo que no sin razón, que las cifras delincuenciales son mantenidas lo más bajo posible por la Policía, a fin de no acrecentar la alarma pública ni enfatizar su incapacidad para combatir el crimen.

Este alud de violencia ¿de dónde sale? ¿por qué?

Por supuesto que no se trata de algo casual, todo tiene siempre una razón, unas veces remota, otras veces cercana en el tiempo. Para despertar las acciones, el plomo de la bala, se necesita un cartucho cargado de pólvora y un detonante accionado por un golpe preciso.

Los inmensos robos y manipulaciones dolosas que llevaron al derrumbe del peso dominicano, la escalada alcista en los precios de todo lo imprescindible para la vida…mencionemos sólo alimento, vivienda y medicinas, venían ahogando a la población, por demás carente de energía eléctrica y sin capacidad de protesta ante las facturaciones abusivas y mentirosas.

Una señora italiana, casi una anciana, me decía perpleja que no podía entender la mansedumbre «la mansuetúdine e sopportazione» del pueblo dominicano, sometido a tantas injusticias criminales. Yo le replicaba que el pueblo estaba decepcionado de las revueltas, en las cuales mueren los pequeños, los idealistas de vanguardia que ponen su pecho en defensa de patriotismos nobles, mientras los instigadores quedan ricos y nadando en abundancias. Ella no podía aceptar mis argumentos. No había llegado la peor parte conocida del gobierno de Mejía, cuando ella se desconcertaba ante la paciencia y aguante de nuestra gente.

Pero el aguante, la paciencia, la abulia -si se quiere-, «la mansuetúdine e sopportazione», que estuvo presente hasta el final de un gobierno terriblemente malvado, de repente desaparece; como si el narcotráfico nunca hubiese estado aquí junto al crimen organizado, como si los precios no hubiesen estado ahogando a la población, como si la injusticia social extrema fuera algo desconocido que nos golpea en una pesadilla.

Y surge la violencia espantosa, la propagación del miedo al robo, a la violación que es antesala del asesinato; la desconfianza de inmenso espectro que hace ver en cada desconocido un asaltante, un criminal, un monstruo.

Sé de personas que se han visto obligadas a abandonar el país tras experiencias terribles. Aunque vuelvan.

El problema es complejo.

Lo que no es complejo ni difícil es determinar a quiénes beneficia el caos.

Tengan el valor, las autoridades, de actuar en consecuencia.

Marcar con hierro candente a los responsables, a los que planean estrategias macabras y observan desde buen resguardo, gozosos, los resultados.

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