Acuicultura: el futuro ya está aquí

Acuicultura: el futuro ya está aquí

Hoy, la caza es una anécdota gastronómica o poco más, por mucho que siga habiendo bastante gente a la que le gusta mucho saborear una pieza de caza menor o mayor, de pluma o de pelo; las frutas o bayas silvestres son, cada vez más, un lujo, un bien escaso. Pero, al igual que nuestros más remotos antepasados, seguimos pescando

 Hace unos cuantos milenios, que a nosotros, al revés que a Neil Armstrong su pasito en la Luna, nos pueden parecer muchos pero que son poco más que un instante en la historia, el hombre dejó de depender de la caza para proporcionarse proteínas animales: se dedicó a la cría en cautividad de los animales de los que se nutría.

Ya había hecho lo mismo con los vegetales. Hoy, la caza es una anécdota gastronómica o poco más, por mucho que siga habiendo bastante gente a la que le gusta mucho saborear una pieza de caza menor o mayor, de pluma o de pelo; las frutas o bayas silvestres son, cada vez más, un lujo, un bien escaso.

Pero, al igual que nuestros más remotos antepasados, seguimos pescando.

El problema es que somos muchos más y que hemos desarrollado unas tecnologías que nos permiten pescar también mucho más, en tanto que el número de peces no sólo no ha ido a más, sino peligrosamente a menos.

Las granjas marinas

Así que, lo mismo que los hombres del Neolítico hicieron con los animales terrestres, estamos empezando a criar peces y mariscos en lo que podríamos llamar granjas marinas. Es lo que llamamos acuicultura.

No es, en rigor, que hayamos empezado nosotros: ya lo hacían los romanos, o eso nos dejó escrito Columela en el siglo I de nuestra Era. Pero ya Columela advertía de que a los gastrónomos de la época no les gustaban los pescados “de granja”; a los de ahora, qué cosas, tampoco. O eso dicen, al menos.

No sé, pero me gustaría oír, por un agujerito en el tiempo, las opiniones de los gourmets neolíticos sobre las diferencias entre las carnes de un toro salvaje y las de un buey criado en establo o, sin ir más lejos, lo que opinaría Obélix si, en lugar de un par de jabalíes cazados en los bosques que rodeaban la aldea de los irreductibles galos, tuviera que comer un par de cerdos domésticos alimentados con sobras de comida.

Ciertamente, en este mundo todos somos lo que comemos. Que todos los peces comen pescado parece claro; pero una cosa es comer pescado tal cual y otra hacerlo convertido en harina, en pienso para peces.

Y creo que es eso lo primero que hay que tener en cuenta: un rodaballo que come pienso no sabrá igual que un sargo que come almejas. De modo que habrá que cocinarlo de otro modo. A los pescados de granja hay que ayudarles en la cocina.

 El mar no es inagotable

 Pasa un poco como lo que sucede con un conejo doméstico y otro de monte: al primero, si queremos que sepa a algo, hay que ponerle esas hierbas –tomillo, romero– que el otro come por su cuenta. Por fortuna, en cocina tenemos hoy –bueno: la verdad es que los hemos tenido siempre– suficientes recursos para hacer atractivo un pescado de acuicultura.

Que es, nadie lo dude, el futuro al que estamos abocados a un plazo más o menos corto, por nuestra mala cabeza, por nuestra forma de agotar los caladeros, de esquilmar el mar.

Hoy comemos ya rodaballos, lubinas, doradas, besugos y hasta pulpo y atunes procedentes de granja, por no hablar de moluscos como ostras, almejas o mejillones, todos de criaderos.

Se sigue investigando, y cada vez serán más las especies “de granja”. Y serán, sobre todo, de mejor calidad.

Es inútil, a estas alturas, lamentarse: esto es lo que hay, esto es el futuro. Y nos lo habremos ganado a pulso, porque ni siquiera el mar es inagotable. EFE/Reportajes

Publicaciones Relacionadas

Más leídas