Adicción electoral

Adicción electoral

ROSARIO ESPINAL
Las elecciones constituyen un mecanismo importante en la toma de decisiones colectivas porque facilitan la participación política deliberativa. En las campañas se debaten ideas, o así debería ser, de manera que los votantes escojan los candidatos y partidos con las mejores propuestas. Se fomenta la socialización política y se otorga legitimidad popular a los funcionarios electos para que ejerzan sus funciones públicas.

Los defensores del electoralismo consideran que las elecciones frecuentes son positivas porque ofrecen oportunidades periódicas para la socialización política de la ciudadanía en un marco estructurado para la reflexión y acción, y también, para el reciclaje del gobierno.

Estos beneficios son indiscutibles en una democracia, pero las elecciones presentan problemas que merecen atención en la ingeniería política. Por ejemplo, los comicios constituyen procesos polarizantes porque las alternativas que compiten buscan diferenciarse. Esta polarización, aunque saludable para escoger entre distintos partidos y candidatos, obliga a regular los procesos electorales de manera que las confrontaciones se encaucen democráticamente.

Por su conflictividad inherente, las campañas deben estar legisladas y organizadas para garantizar igualdad de competencia entre las fuerzas políticas involucradas. Las organizaciones partidarias deben contar con mecanismos legítimos de selección de candidatos. Además, las elecciones no deben ser muy frecuentes para evitar una polarización constante entre las fuerzas políticas, ofrecer un tiempo prudente al gobierno de turno para que ejecute su programa y al electorado para que evalúe las políticas públicas.

Hay que tener presente que el propósito fundamental de las elecciones no es mantener una constante agitación política, sino ofrecer a la ciudadanía la posibilidad de escoger los principales funcionarios públicos que deberán resolver, o por lo menos aliviar, los problemas.

En América Latina, incluida la República Dominicana, el peso histórico de los regímenes autoritarios llevó, con justificadas razones, a la preeminencia de los procesos electorales en las transiciones democráticas. Se puso mucho énfasis en mejorar los sistemas de votación, pero, como resultado de una mal enfocada reingeniería política, se fragmentaron los sistemas electorales, con un consecuente aumento en la cantidad de elecciones y un deterioro en la calidad de la oferta electoral.

Se han gestado democracias plagadas de un electorerismo que complica la funcionalidad de los precarios regímenes democráticos. La celebración frecuente de elecciones junto a la baja eficacia gubernamental contribuye a un rápido declive político.

Por un lado, se satura al electorado que, aunque desea participar en la elección de sus representantes, necesita sobre todo mejores ejecutorias gubernamentales. Por el otro, los partidos se ven sometidos a una vorágine electoral que requiere muchos recursos económicos para sostenerse por la naturaleza mediática de las elecciones y las demandas de beneficios materiales de los activistas políticos, que se muestran cada vez más renuentes a ofrecer apoyo político gratuito.

En la carrera electorera, los partidos y candidatos más que aspirar a ofrecer un mejor gobierno, promueven y esperan el colapso de los contrincantes. Para los electores, por su parte, el voto se ha convertido en una acción de rechazo de los gobernantes (el llamado voto castigo). Con frecuencia, los electores no depositan su voto con entusiasmo a favor de un candidato, sino motivados por el descontento que produce el incumbente que se desea desplazar. Ejemplo: “e’ pa’ fuera que van”.

En los sistemas políticos de constante electoralismo, los partidos tienen pocos incentivos para hacer una oposición reflexiva y constructiva. Su objetivo central es desplazar rápidamente a quien gobierna. Incluso partidos que han tenido una mala ejecutoria creen que es posible volver rápidamente al poder.

En la precipitada espiral de fracaso político que se produce entre afanes y euforias electorales, los propios dirigentes partidarios no perciben muchas veces la profunda insatisfacción de la ciudadanía, sino hasta que sus organizaciones políticas colapsan. Primero pierden las ideas, y luego, cuando el clientelismo resulta insuficiente para ejercer liderazgo, recurren a la más burda corrupción que exaspera la población.

Que quede claro, las elecciones no son las causantes de los principales males políticos y socioeconómicos que aquejan las sociedades latinoamericanas. Pero un constante electoralismo tiende a debilitar aún más la precaria institucionalidad de frágiles democracias y sus organizaciones políticas.

Predomina en los partidos una adicción electoral que se fundamenta en el cálculo de un rápido retorno al poder, independientemente del contenido programático que debería dar sustento a sus aspiraciones.

Esta adicción electoral, que aumenta con un apretado calendario electoral, es un problema que enfrenta actualmente el PRD. Se manifiesta en su prisa por elegir un candidato presidencial para las elecciones del 2008 que aglutine voluntades y genere recursos económicos suficientes para sostener muchos activistas que han quedado o quedarán próximamente desempleados y aspiran a entrar en campaña para volver al poder. De esta manera, el partido pretende obviar el tiempo que necesitaría para recuperar su sentido de misión política y la confianza que ha perdido en el electorado.

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