Adiós a un gran hombre

Adiós a un gran hombre

Hace alrededor de veinticinco años, durante una cena con amigos en nuestro apartamento en Gascue, mi esposa preguntó a don Francisco Comarazamy cuándo habíamos trabajado juntos; con cierta perplejidad pensó unos segundos y respondió: “Caray, nunca, ¡pero comoquiera es de mis pupilos!”.

La cariñosa aclaración quizás se debía a que los demás colegas que, con sus esposas, compartían con nosotros, habían sido todos en algún momento compañeros de trabajo de este gran periodista, que acaba de fallecer días antes de cumplir 104 años de edad.

Francisco Comarazamy constituía una lección viva de humildad y hombría de bien. En un ambiente tan corrompido como el del periodismo, supo sortear toda clase de peligros y tentaciones sin alejarse de la vocación que le llevó a ser unos de los periodistas de más dilatado y exitoso ejercicio profesional.

En San Pedro de Macorís, donde nació en 1908 hijo de inmigrantes venidos desde Guadalupe pero de ascendencia hindú, el joven Francisco Comarazamy se inició en el periodismo en el 1936, cuando la mayoría de los colegas de mayor edad aún activos no había siquiera nacido.

Autodidacta apasionado con la lectura, con prosa fluida y precisa, fue avanzando en su carrera periodística hasta llegar en los años ’90 a la dirección del Listín Diario, donde había acompañado a Rafael Herrera desde pocos meses después de la revolución de 1965.

Fue el primer presidente del Club de Corresponsales de Prensa Extranjera, creado por Miguel Guerrero en los ’80, y era un encanto ver cómo don Frank disfrutaba las reuniones de trabajo y los desayunos o almuerzos que eran organizados con protagonistas de diversos ámbitos. Su presencia y liderazgo siempre daban solemnidad a las actividades del Club.

Cuando a fines de los ’80 enviudó de su esposa doña Aura, entusiasta soporte de sus actividades, don Frank me confesó sentirse desorientado. “Ella era mi centro”, me dijo una vez con una filosofía que parecía una expresión propia de sus ascendientes de la India.   Recientemente le visité en su casa, como solía hacer hace años, y le encontré postrado por dolencias propias de su edad. Pero su prodigioso cerebro refulgía de manera asombrosa: conversaba tanto de la actualidad como de recuerdos de antaño y quienes le conocíamos sabíamos que su pausado hablar era el mismo de siempre. ¡Se murió de vejez con la sesera y su honor intactos!

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