Adiós al padre Villaverde

Adiós al padre Villaverde

La noche del jueves un puñado de los más entrañables amigos del padre Alberto Villaverde nos congregamos en la iglesia de la Santísima Trinidad en una ceremonia de acción de gracias por haber tenido la dicha de compartir una parte de la vida de ese hermoso ser humano y ejemplar pastor de almas.

Eramos muy poco para la gran cantidad de amigos, compañeros y discípulos que tuvo. Pero eso no dejó de ser bueno, porque allí compartimos en una misa privada, donde pudimos expresar a voz en cuello lo que significó este sacerdote jesuita.

Se nos fue en vísperas de las elecciones, allá en el San Juan de Puerto Rico, que escogió para vivir sus últimos años, cerca de sus hermanas salidas de Cuba, en una especie de autoexilio eclesiástico, aunque dentro de la comunidad de la Compañía de Jesús.

Villa, o Villano, como indistintamente le llamábamos sus amigos, aludiendo a su extraordinaria capacidad para la ironía y la risa, nació en Cuba hace como 85 años y escogió el sacerdocio como forma de expresar el amor que sentía por sus congéneres. En 1961 fue expulsado junto a un paquete de jesuitas por el gobierno revolucionario, lo que no lo convirtió en una «reaccionario» ni le amargó la existencia, pero sí le hizo reflexionar sobre los compromisos del cristiano.

Fue a parar a España y de ahí partió de regreso al entorno caribeño. Previa escala de 3 años, nos llegó de regalo en 1964, y desde entonces fue una referencia obligada para los jóvenes a quienes comenzaba a interesar la comunicación, ya como profesión o como materia fundamental de la condición humana.

Yo empecé a apreciarlo entre sacos de harina y fundas de leche procedente de los invasores militares de 1965 que repartíamos en la iglesia de San Miguel, en el corazón de la zona constitucionalista, entre muecas de rabia y resignación cristiana.

A los jóvenes católicos nos ayudó en aquellos días a mejorar la presentación del semanario Diálogo, canal de fervores contra la intervención yanqui y de inmensos anhelos tanto de justicia social como de auténtico testimonio cristiano.

Durante dos décadas, Villaverde compartió con nosotros, como maestro que no se imponía, los proyectos más audaces y generosos en el ámbito de la comunicación social. Desde su Paz y Alegría hasta el Centro Nacional para los Instrumemtos de Comunicación Social (CENICOS).

Toda una generación lo recuerda en sus cursillos de cinematografía y coordinando los cineforos en los teatros del centro viejo de Santo Domingo. Durante años prestigió las enseñanzas del departamento de Comunicación de la Universidad Autónomo de Santo Domingo y se vinculó a las luchas del Sindicato Nacional de Periodistas Profesionales.

Con él recorrimos todas las regiones del país impartiendo cursillos de fines de semana para periodistas y corresponsales, mientras promovíamos una ley de profesionalización que permitiera mayor independencia y seguridad a las tropas del periodismo.

Amanecía con sus alumnos diagramando el semanario Firme, que durante 27 semanas fue una expresión de independencia periodística y de utopías en aquellos meses duros de 1975.

Por fidelidad a la amistad Villaverde se vinculó también a nuestro paso por la dirección de prensa de Radio Popular, donde también impartió conocimientos. Y fue un puntal decisivo en los avances gráficos de El Sol y El Nuevo Diario. Transformamos la forma de titulación del periodismo dominicano, abandonando la traducción del inglés y aferrándonos a los artículos, preposiciones y conjunciones.

En todas aquellas jornadas tuvimos ganancias y pérdidas. Pero sobre todo de lo primero, porque con su risa infalible el Villano nos convencía de que la vida carecía de sentido sin los quijotismos ni los arrojos, siempre con la frente en alto, y pecho erguido, soportando, muerto de risa, los ataques de que fue objeto hasta en editoriales de los diarios.

A Villaverde lo recordamos como ejemplo de entrega sacerdotal. Afortunadamente el año pasado un grupo de sus discípulos lo invitamos a venir a recibir nuestro homenaje. Todos nos sorprendimos de su firmeza física y mental, y disfrutamos de su compañía. Pero la misma semana que regresó a Puerto Rico empezó a quebrársele la salud. Como si todos aquellos recuerdos y emociones le hubiesen bastado para considerar cumplida su misión terrenal.

Ahora que se ha marchado no podemos escapar de la tristeza. Pero tampoco de la satisfacción de haber recibido sus enseñanzas. Por eso damos gracias a Dios y a la vida.

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