Adiós, Juan Pablo

Adiós, Juan Pablo

VLADIMIR VELÁZQUEZ MATOS
Como es cosa natural en todas partes, en cada rincón del mundo, inclusive dentro de cada uno de los credos y denominaciones religiosas que existen, el tema del deceso del papa Juan Pablo II es el que concita mayor interés, no sólo por su condición de líder espiritual y jefe de Estado, sino por representar uno de los pináculos más altos de la dignidad, de la voluntad y el humanismo en los convulsionados dos últimos decenios del siglo XX y los primeros años de éste que transitamos a tientas, en medio de un panorama turbio y pleno de amenazas de todo tipo que atentan hacer sucumbir a la civilización y hasta de todo rastro de vida sobre la faz del planeta.

De Karol Wojtyla, Juan Pablo II, se ha dicho y escrito mares de palabras, pero siento, por la extraordinaria grandeza de este hombre santo, que aún faltan océanos más para lograr un perfil más o menos exacto de toda su dimensión humana y espiritual.

Pero no deseo en este artículo, amables lectores, entrar en los detalles de su vida y obra, ya que en muchos artículos y espacios televisivos se ha brindado un amplio retrato de esta extraordinaria figura, siendo pretencioso de mi parte, en las presentes cuartillas, tratar de elucubrar sobre tan gigantesca majestad; sin embargo, sí me gustaría compartir una breve pero aleccionadora experiencia personal que viví a raíz de la última visita que hiciera el Santo Padre aquí en República Dominicana con motivo del V Centenario, en donde me percaté con mis propios ojos de que si existe la santidad aquí en la Tierra, esa la representaba Juan Pablo II.

Recuerdo que yendo a comprar unos materiales para dibujar (lápices, acuarelas, papel) en una muy conocida tienda del ramo ubicada en la avenida Rómulo Betancourt, no me percaté a primera vista, como es habitual en mí, que ese día y a esa hora de octubre del año 92 había un concurrido cordón humano que se extendía a lo largo de toda la vía, y después de darme cuenta de que sin duda esa aglomeración era realmente impresionante, pregunté a una persona de esa nutrida muchedumbre que qué estaba ocurriendo, respondiéndome: «Es que el Papa va a cruzar por aquí y estamos esperando para recibirlo y saludarlo…»

Y así, por curiosidad, olvidándome momentáneamente de la diligencia a la que había ido, me puse junto con todos los demás a la espera de que Su Santidad cruzara en el papamóvil. A los veintitantos minutos de estar ahí, a una velocidad bastante mesurada, el Papa cruzó a unos dos metros de donde me encontraba yo, pudiendo verle claramente su plácido y dulce rostro, del que emanaba una poderosa corriente de ternura y bondad, tanto, que sentí que algo dentro de mí, como creo que en todos los presentes allí, nos hubiese tocado una profunda y muy secreta fibra de nuestro ser.

Era como si de esa candorosa y amable expresión brotara una refulgente e indescriptible luz de dignidad, de paz y bienaventuranza del Cristo Vivo, de ese Cristo al que muchas veces le damos la espalda por estar atentos a las veleidades de nuestro entorno, de este mundo carente de amor, de solidaridad y comportamiento sanos, correctos, y sí cundido de mezquindad, odio e inconmesurable egoísmo.

Esa expresión de amor, no lo voy a negar, me impactó tan profundamente que hasta las lágrimas cayeron sobre mis mejillas.

Hoy, cuando el mundo tributa honores a este hombre excepcional por todo lo que de bueno sembró por la concordia, la fraternidad y la paz, nosotros aquí, humildemente, nos unimos al luto que embarga a todos los creyentes, esperando que su gigantesco espíritu unido al de nuestro Padre Creador, ilumine a esta humanidad tan necesitada de guías excepcionales como lo fue Juan Pablo II.

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