Administración pública, quinta esencia de la democracia

Administración pública, quinta esencia de la democracia

El sueño norteamericano de tener una administración pública ordenada y eficiente, basada en valores y principios esenciales como el  mérito personal y la igualdad de oportunidades, sin discriminación ni  preferencias de ninguna clase,  política o partidista, racial, religiosa, étnica, género, etcétera, tuvo su nacimiento en un hecho trágico: el asesinato del Presidente James A. Garfield (1831-1881), a dos meses de su ascensión al poder por un señalado buscador de empleo desesperado y defraudado de falsas promesas.

Su  muerte produjo gran consternación y Garfield  encontró tardío apoyo en la Ley Taft-Hardley, en honor a sus autores,   que  instituyó el  Servicio Civil y la Carrera Administrativa, dotando al pueblo y al gobierno federal  los Estados Unidos  de un valioso instrumento legal, institucionalmente respetado, que independiza y profesionaliza la función pública puesta al servicio de intereses superiores, no personalizados, reglamentada por normas y principios generales a ser aplicados por un cuadro administrativo burocrático, de carrera, que solo está obligado a obedecer “dentro de ámbito de su competencia limitada, racional y objetiva”, conforme con la ley  y el derecho, siendo “el tipo más puro de dominación legal”, como lo definiera Max Weber.

Hasta ese entonces, prevalecía el sistema del despojo (Spoils System) según el cual la administración pública era un botín político  al que tenía derecho disponer libremente y a su antojo el partido triunfante en las elecciones para gratificar a sus prosélitos, tal como lo hubiera hecho el anterior gobierno, en aplicación de una curiosa doctrina del “democratismo” (quítate tú para ponerme yo) atribuido al Presidente Andrew Jackson.

Es lo que existe aquí. El  jodido sistema del despojo. Anacrónico, corrupto, despreciable.  El  del clientelismo político, el patrimonialismo de Estado, el rentismo del gobierno, de sus funcionarios bien posicionados, dueños de inmensa fortuna, que ha infortunado a la nación entera, menos a ellos, los políticos inescrupulosos y  los beneficiados directos del sistema.

Muchas veces se ha pretendido abolirlo.  A Bosch no le alcanzó el tiempo. Había abrevado la experiencia de sus amigos, José Figueres en Costa Rica y Muñoz Marín en Puerto Rico, paradigmas de la democracia representativa. Por su honestidad, por su  integridad, por su conciencia de hombre de Estado, no pasajera, creía en la imperiosa necesidad del cambio en la función pública, pero no le alcanzó el tiempo. Los demás intentos,  pura pantomima.

La  ONAP (1965) y su  movimiento renovador, producto de la Revolución de Abril, sin apoyo político, fue sepultada en vida. La Ley 14/91 que crea el Sistema del Servicio Civil y la Carrera Administrativa corrió igual suerte porque el caudillo de entonces nunca  creyó en ella;  y su conversión constitucional  en Ministerio de la Función Pública, en tiempo del cólera, poco ha logrado, a pesar del empeño de su Ministro  por detener la hemorragia de nombramientos de funcionarios inorgánicos, la práctica abusiva del clientelismo, el abultamiento descomunal de nóminas  y   nominillas, el desorden institucional generalizado, todo un desastre  que succiona el presupuesto y nos priva de obras y servicios necesarios, imprescindibles en una democracia de servicio público, solo alcanzable en un ambiente  político sano y responsable del compromiso social asumido: el bienestar de las mayorías de sus conciudadanos.

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