Administración Pública y buena fe

Administración Pública y buena fe

EDUARDO JORGE PRATS
Habrá que averiguar qué afirman los registros de la lengua y de su uso popular. Pero somos unos de los pocos países, quizás el único, en donde a una persona que actúa con malicia, con deslealtad, se le llama «mala fe»: «fulano es un mala fe» (podría escribirse pegado como «malaleche»). También se dice «no seas mala fe».

La mala fe se ha personificado en Santo Domingo porque nos acompaña desde 1492: desde que nuestro profesor de historia nos enseña en primaria las hazañas del descubrimiento y la conquista, queda en nuestro corazón la sensación de que, con sus espejitos y sus enrevesadas leyes de Indias, el español engañó de algún modo al inocente aborigen. Y si uno termina de leer el libro sobre las devastaciones de Osorio de Peña Batlle o cualquier historia sobre la Era de Trujillo, no le queda duda a nadie que solo con artimañas que confundieran al ciudadano pudo el gobernador de la isla en 1604 arrasar con los pueblos de la banda Norte y al Jefe gobernar por 30 años.

La mala fe ha rodeado la vida de los dominicanos en toda su historia. Y precisamente la construcción de un Estado de Derecho pasa por asentar el principio general de la buena fe en la actividad de la Administración Pública. Aunque, como bien ha dicho González Pérez citando a Hernández Gil, «intentar definir la buena fe es tan insólito como intentar la definición de la buena conducta, la moral o el orden público», podríamos decir que ésta, en el plano administrativo, significa sencillamente que el Estado no le exigirá al ciudadano más que lo que razonablemente pueda cumplir, que la Administración no adoptará una conducta confusa que más tarde permita a ésta eludir o tergiversar sus obligaciones, que el administrado puede confiar en que la Administración adoptará un comportamiento leal, y que ésta no puede verse beneficiada por el incumplimiento de su obligación de resolver expresamente en plazo las solicitudes de los ciudadanos.

La buena fe, para utilizar las palabras de Sainz Moreno, «protege un bien, el valor ético social de la confianza jurídicamente válida frente a cualquier lesión objetiva que pueda sufrir, haya sido o no maliciosamente causada. Un acto es contrario a la buena fe cuando produce una lesión, cualquiera que sea la intención del causante». La buena fe está vinculada con la doctrina de los actos propios y con el principio de la confianza legítima derivado del principio constitucional de la seguridad jurídica. Como bien afirma el Tribunal Supremo español, «dicho principio implica la exigencia de un deber de comportamiento que consiste en la necesidad de observar de cara al futuro la conducta que los actos anteriores hacían prever y aceptar las consecuencias vinculantes que se desprenden de los propios actos, constituyendo un supuesto de lesión a la confianza legítima de las partes venire contra factum propio» (STS, 22 de septiembre de 2003).

Son variados y cotidianos los casos en que el Estado viola el principio de la buena fe. Cuando firma un contrato con un particular y luego afirma que ese contrato viola un orden público que solo el Estado es garante, cuando confunde al ciudadano que piensa que determinado comportamiento es lícito confundido por el continuo precedente administrativo, cuando altera las reglas de una licitación pública ex post facto para beneficiar al adjudicatario final, cuando enreda al administrado en un proceso kafkiano, cuando niega la personalidad jurídica de un administrado a quien le ha reconocido capacidad en otro ámbito, cuando fija un plazo al administrado para cumplir un deber a sabiendas de que el plazo es tan corto que aquel no podrá cumplir la obligación, y cuando hace esto último con fines tributarios de cobrar una tasa mayor.

La buena fe exige funcionarios públicos que actúen con la lealtad, honestidad y confianza que esperamos los ciudadanos. Pero no solo con buenos funcionarios públicos se logra que la Administración actúe apegada a la buena fe. Se requieren sobre todo jueces que, como bien afirma González Pérez, «no sean cicateros a la hora de aplicar un principio consagrado» y se atrevan a domesticar el ogro del Estado mediante la censura de sus sentencias.

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