Agradecimiento  Medalaganario

<P>Agradecimiento  Medalaganario</P>

Es, sin lugar a dudas, un gran honor que “Medalaganario” venga a formar parte, como Volumen V,   de la valiosa colección “Bibliófilos-Banreservas”, incorporándose a un grupo de obras nacionales de gran valía que constituyen un alto punto de la producción literaria nacional. No obstante la sorprendente acogida que tuvo este libro desde su primera edición en abril de 1980, que requirió una segunda impresión apenas tres meses después, en julio del mismo año, y que empujó mi asombro hasta realizar una edición de bolsillo con una tirada de cinco mil ejemplares, impresa en papel de periódico para que pudiese venderse a poco más de un peso la unidad, mis sorpresas no terminaron. Agotada esa edición, un personaje, ante la situación y el conocimiento de las limitaciones de mis recursos, espontáneamente patrocinó una  tercera aparición, no facsimilar, sino revisada y con algunos nuevos dibujos y caricaturas de mi padre. A él, que prefiere pasar inadvertido en noble anonimato, mi hondo agradecimiento. El valor de este libro está en la honestidad de la narración. En cierto momento -que mi buen amigo Julio De Windt ha recordado con exactitud- le dije a Julio, al inicio de un ensayo de la Orquesta Sinfónica Nacional,  que iba a escribir la vida de mi padre. Entonces se inició un proceso mayormente doliente.

Tenía la sospecha de que mi padre me contaba su vida con tanto detalle y sin disfraces u ocultaciones vergonzosas, porque quería que alguna vez yo la escribiera. Tal cual. La familia, vamos,  las hermanas de mi padre, estaban renuentes a referirse a pobrezas y dramas. “Pero Jacintico –me decían- ¿cuándo vivimos nosotros en tal miseria, en una casucha de tablas con piso de tierra en San Miguel? Esas son exageraciones de Bienvenido”.

Pero no lo  eran.

En esas mezclas tan comunes en nuestro país,  mi abuela, Vitalia Gómez Alfáu, la madre de Bienvenido, pertenecía a una aristocrática familia cómodamente establecida en el mejor sector de Santo Domingo. Era “blanca”, caucásica, de ojos claros y altivez de remota nobleza española. Sin embargo, se enamoró de un pobre mulato rojizo, excelente músico, descendiente de un linaje de ilustres científicos catalanes  entre los cuales se encuentra Antonio de Gimbernat y Arbós, considerado el médico español más importante del siglo 19.  Una bella mulata dominicana  subyugó al  Gimbernat que llegó a estas tierras. Esa fusión marcó una descendencia con características especialmente disímiles,  tanto en lo psíquico como en lo físico. Había un arcoiris de colores y actitudes. De aspectos disímiles, de esas unicidades enclavadas en el misterio del ser. El caso es que escribir la vida de mi padre, como él verazmente me la contaba, constituyó una labor  espiritual muy demandante. Recorrí  los lugares que él mencionaba, buscando atrapar sus vibraciones y las de mi madre, Conchita Pellerano.        Debo confesar que este es un libro que me afecta, que me conmueve, que  me duele. Hace pocos días un talentoso ingeniero y hombre de letras me confesaba que no escribía novelas porque éstas se escriben con dolor y él llevaba una vida muy placentera. Sí.  Se escribe con dolor, con sentimiento palpitante y potente.       Ya    decía Guillaume  de Machaut en el siglo 14,  que  “Quien no obra por sentimiento falsifica sus palabras y su canto.”

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