Agua y jabón; combinación sabrosa

Agua y jabón; combinación sabrosa

FEDERICO HENRIQUEZ GRATEREAUX
–  ¿Habla usted desde la recepción? – Así es. –  Gracias operadora. ¿Podría   comunicarme  con   el   señor   Miklós Ueberblick,  un joven húngaro registrado en el  hotel?  –  Con gusto;  espere un momento. – ¿Qué tal estás Miklós?  Es Ignaz; tengo  una carta del doctor Ubrique; en este momento  él  debe estar  en camino a Santiago de Cuba. Recibí el sobre anteayer. ¿Podríamos encontrarnos esta noche en la Taberna de la gallina gorda? – Si, no hay inconveniente, estaré en la taberna a  las ocho  y  media.-   Magnifico, así podré mostrarte algo extraño que  hay  en  la  carta de Ladislao Ubrique  y,  quizás,  haya oportunidad  de  que  conozcas a mi amigo químico,  bebedor  y pensador.  Gracias, Ignaz, hasta pronto.

 Miklós colgó el teléfono y se sentó en una enorme butaca forrada  con  cuero color violeta.  Al hundirse en  la  butaca Miklós  cerró  los  ojos  y  se hundió  en  sus  recuerdos  en Budapest.   No había dormido bien en los últimos  días. Daba vueltas  en la cama hasta que el cansancio lo rendía.  Revivía en las mañanas con la ducha caliente, antes del desayuno; pero entonces  la  digestión de las salchichas y el pan  traían  de nuevo  la  modorra.  Desde la butaca le era  posible  oír  las ruedas  de  las  maletas  arrastradas por  los  huéspedes  que llegaban.   Miklós abría los ojos y miraba por un  instante  a los  que  entraban o salían.  Comprobaba que viejos y jóvenes, gordos  y flacos, todos llevaban abrigos ligeros, cortos,  del color que llaman beige.  También notaba que tenían prisa; iban a  la  recepción  directamente, sin mirar hacia  ninguna  otra parte.   Presentaban su identificación, entregaban el equipaje y enseguida daban la espalda; algunos entraban a los baños; la mayor  parte «se tiraba a las calles», según decía el  capitán de  las  maletas.  ¡Praga es una ciudad para caminar!  Repetía el sujeto de la nariz ganchuda, mientras enderezaba su chaleco planchado  y  hacía sonar un gran llavero que le  colgaba  del cinturón.

 Miklós  no  quería  salir a  la  calle.   Hacía  frío  y lloviznaba.  Prefirió leer un periódico en lo que  llegaba  la hora de  reunirse con Ignaz.  Posaba los ojos en un titular  y luego  en otro; se detenía en la foto de un futbolista, en  el anuncio  de una película.  «Islas tropicales para vacacionar», leyó  Miklós;  después:  «Paraísos  de  sol  y  cocoteros»;  a continuación:  «Historias de piratas en  las  Antillas».   Una agencia  de  viajes, en Praga, ofrecía boletos para  viajar  a Cuba,  Haití,  Martinica.  Los que reservaran boletos  durante las  próximas dos semanas recibirían como obsequio  un  libro. El  libro, según la información, trataba de la vida y combates de  un  corsario  inglés  que «se hizo  pirata».   Se  llamaba Banister.  La reseña incluía una cita del autor del libro,  un tal Saint-Mery.  «Banister, que tenía una fragata pequeña,  se había  asociado  a un buque francés mandado  por  un  nombrado Lagarde.   Las dos fragatas, sabiendo que los piratas  estaban fondeados  en  Samaná, entraron.  Banister hizo desembarcar  a tierra  todos sus cañones y colocarlos en batería, y  con  los doscientos  hombres  de  las dos tripulaciones,  mató  más  de ciento  veinte hombres a los ingleses y obligó a emprender  la retirada  a las dos fragatas, las que, sin embargo, echaron  a pique la de Banister.  Como no le quedaba más que el buquecito que no podía coger más que como ochenta hombres, se degollaron entre sí para poder embarcarse, por el temor que tenían de que vinieran a cogerlos».

 –  «Se degollaron entre sí», dijo Miklós en voz alta. Ya es hora de tirar este periódico y de acudir a la cita, añadió. Pirata  y  corsario, guerrero en tierra y en el mar, cañonero, estratega,  traidor a su reino, degollador de inocentes.    El combate  tuvo  lugar en 1690.  Se lo diré  a  Ignaz  para  que escriba  a Ladislao.  Miklós puso el sobretodo en su  brazo  y salio a la calle.  Las noticias del pirata le habían levantado el ánimo.

  En  la puerta de La Gallina gorda esperaba Ignaz.  – Oh, pensé  que yo llegaría primero.   – Estaba impaciente, Miklós, y salí  antes  de  la  hora  prevista.   Debo  volver  a  la Universidad   a   presentar  unos   papeles   al   catedrático responsable  de la coordinación en la facultad.  Cuando  hablé contigo no sabía que había esas urgencias.  Parece que  a  los estudiantes extranjeros con becas se les exige que cumplan los procedimientos académicos al pie de la letra.  El  asunto  que deseo comentarte es la ultima carta de Ladislao Ubrique.   Sus cartas  son  siempre formales.  Las cosas  que  me  pide,  las explicaciones  que hace, apuntan en todo momento  a  problemas intelectuales, históricos, de interpretación social.  Esta vez no  es  así,  Miklós.  Un hombre tan discreto como  el  doctor Ubrique me dice: «las mujeres cubanas huelen a jabón de  bañar niños  y  a  polvos de talco».  Las contrasta con las  mujeres europeas,  cuyo  olor  característico califica  como  «perfume sobre  sudor».  Un escritor colombiano, muy celebrado en Cuba, laureado  incluso en Estocolmo, declaró que cualquier multitud en  Europa  despide un olor a «meado de mico».  Un  estudiante turco,  amigo de mi compañera, ha estado en Tetuán.  El visitó un   mercado donde  exhiben  y  venden  micos;  explicó   lo desagradable y penetrante que es el olor de la orina de monos. García Márquez afirma, sarcásticamente, que ese es «el olor de la  civilización».  Ubrique informa en su carta que en la Cuba pre-castrista  estuvo de moda un anuncio comercial  con  texto musicalizado: «agua y jabón; combinación sabrosa, si  el  agua es  pura  y el jabón Mimosa»  Mimosa es el nombre de un  jabón popular;  Ubrique asegura que las mujeres cubanas son mimosas. «Miman  a  los  hombres,  sean  esposos  o  amantes». Estoy sorprendido  y  alarmado  ante estos síntomas  de  adaptación, trivialización  y achatamiento. Tendremos que leer  juntos  la carta otro día.  – Bien, así será, si Dios quiere; ¿Ignaz, has oído  decir  que  en las Antillas tanto personas  como  grupos pueden degollarse entre sí? Praga, República Checa, 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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