Ahorro de combustibles

Ahorro de combustibles

PEDRO GIL ITURBIDES
Rossy me ha planteado la posibilidad de comprar un caballo. Mis hijos menores, que cursan diversos grados entre la educación básica y la media, prefieren un burro. Lo prefieren no sólo porque su alzada es menor, sino porque está más vinculado a la vida de Jesús. A Nuestro Señor le gustaba transportarse en jumentos, y en uno de estos entró a Jerusalén poco antes de su sacrificio. Yo estoy pensando en una bicicleta. Ella me permitiría llegar a mi trabajo con la lengua de corbata, cuando los demás estén saliendo.

Lo hemos discutido varias veces desde que se anunció que al menos los miércoles tendríamos que dejar encerrado el vehículo de la casa. Y mi mujer me ha preguntado si es que, bajo la ley que permite la mudanza de fiestas diversas, cambiamos los fines de semana para el centro de la misma. Aunque no se ha anunciado, es probable que estemos caminando hacia esa metamorfosis del proceso temporal. Algo tenemos que inventar, ya que no pudimos inventar el hilo en bollito.

Vivimos en una zona suburbana hacia la que no se ha organizado transporte, público o privado. Las guaguas de la Oficina Metropolitana de Servicios de Autobuses pasan vacías con regularidad. Pero no montan ni a María Santísima, pues son del corredor “de la Gómez”, y se dirigen hacia su terminal, en sentido contrario a nuestras necesidades. Yo puedo resolver mi problema.

Por tanto, no pienso en quienes tienen a su alcance soluciones alternativas para su transportación.

Me pongo en lugar de aquellos que, con un cacharro a mano, tendrán que abandonarlo varios días al mes, para acogerse a una descabellada medida. Estos últimos tendrán que montarse en unas voladoras hebdomadarias que transitan por aquella parte semirural de la cuatripartida ciudad. Como no existe ruta formal, ellas transitan cuando se llenan en la Jacobo Majluta esquina a Hermanas Mirabal. O viceversa, cuando completan el número de ocupantes en el área verde del puente seco del kilómetro 13 de la autopista Duarte.

Esa área verde, por cierto, tendrá su historia propia y particular dentro de tres o cuatro años, cuando se intente removerlos y ellos aleguen que tienen veinticinco años allí.

Pienso también en el gobierno. ¡Ay gobierno de mis amores! Incapaz del sacrificio, inflable como vejiga, nos exige exprimirnos como limones. Podríamos limitar el uso y abuso de los vehículos del sector público, y su consumo de combustibles. Pero no. A la hora de los dolores, ¡que los sufra el pueblo primero! Que se complique la vida la gente que no tiene dos vehículos y por ende, la posibilidad de placas de número de diferente guarismo final. A éstos no se les habla de establecer servicios de transporte tan ágiles como diversificados y eficientes. Porque jamás compensación alguna fue concebida para beneficio del pueblo.

Díganme ustedes, amables lectores, si no es indispensable volver a los días de los abnegados cuadrúpedos que sirvieron para que se movieran nuestros abuelos. En su favor debe informarse que, montados sus ebrios propietarios por los compadres condolidos, tomaban camino del bohío sin que el dueño los guiase. No creo que ninguno de los vehículos que he poseído fuera capaz de servicio tan extraordinario.

No dudemos por tanto, en la posibilidad del retorno al pasado.

En la televisión hemos disfrutado películas en las que este giro al ayer se ofrece a través de una máquina del tiempo. En la República de nuestros días podríamos hallarnos al tris de seguir este camino debido al precio del petróleo. Mientras una administración manirrota decide cambios más acordes con la realidad laboral, pensemos en esta alternativa. El único problema posible deriva del instante en que levanten la cola. Mi recomendación, muy personal y juiciosa, es que se alejen del sitio cuando comience la descarga.

O que atraídos por los planes al fiado de bancos y financieras, nos metamos en un lío de nunca acabar para tener nueva placa de número par contra none.

Porque de este modo seguiremos el camino que nos muestran ¡para ahorrar combustible!

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