Aída y la religión de la música

Aída y la religión de la música

Si no es que se me tropieza el recuerdo, fue Camille Mauclair, el autor de un libro que tituló “La religión de la música”.

Excelente título.

Porque la música auténtica, la que sale de los misterios hondos, es -como aseguraba Tolstoi- la oración muda del alma, muda porque no tiene palabras, añadiendo la afirmación de que “hay más alma en el sonido que en el pensamiento”.

¿Religión, por qué? Porque te inunda, te eleva a otros niveles y es capaz de mover regiones misteriosas del sentimiento, de las sensaciones.

Montaigne, en uno de sus ensayos, decía que Dios otorga su socorro extraordinario a la religión y a la fe, no a las pasiones. Creo lo mismo, y que las pasiones por las modas y las veleidades tan útiles en el comercio inteligentemente manejado no representan más que un valor pasajero, un golpe de suerte en el momento oportuno, que se esfuma por circunstancial.

¿Qué pasó con toda esa música experimental que buscaba maneras de expresar sensaciones nuevas, como lo hacían las artes plásticas? Hubo que apoderarse de ritmos y sensaciones sonoras auténticas, expresivas de verdades latinoamericanas o afroamericanas distorsionadas, para esconderse tras ellas.

Platón valoraba tanto la música que en “La República” decía: “Nunca llegaremos a ser músicos, a menos que podamos entender los ideales de la temperancia, la fortaleza, la liberación y la magnificencia”.

Aída Bonnelly entendía así el arte al cual entregó su vida toda. Fue a través de la música que en años de infancia la conocí, aunque nunca la había visto. Es que el sonido de su piano cruzaba el enorme solar baldío y descuidado que separaba la calle Dr. Delgado de la calle Danae de acuerdo a como soplara el viento. Es decir, su residencia familiar, en la Danae, estaba justo frente a donde vivíamos nosotros en la Dr. Delgado.

Años después… muchos años después, cuando ella escribía enjundiosas críticas musicales en el “Listín Diario”, al comentar una actuación de las muchas que realicé con el inolvidable pianista Vicente Grisolía, comentó que, de jovencita, mientras se afanaba en dominar ejercicios pianísticos y penetrar en los infinitos secretos que guarda la música romántica para ese instrumento que es una trampa de marfil, con sus teclas bicolor, y que parece que se entrega con facilidad pero es enormemente exigente para dar el sonido requerido comentó -repito- ella decía que “hace mucho tiempo” se sorprendía y admiraba de la insistencia con que su lejano vecino Jacinto, siendo un niño, en lugar de jugar luchaba por sacarle bellos sonidos a su violín.

Aída fue una sacerdotisa de la música. Era capaz de pasar horas y semanas y meses buscando la perfección en un pasaje, en un concepto, en una idea.

Cuando, ya hace más de cuarenta años contraje matrimonio con una extraordinaria pianista, Miriam Ariza, Aída iba a buscarla en las tardes para hacer arte juntas en su sala de música, en la que dominaba tal sensación de lo sagrado, que su esposo, el maravilloso Virgilio Díaz Grullón, se abstenía de acercarse y, al llegar de su trabajo prácticamente se ocultaba en sus habitaciones hasta que terminaban aquellas vespertinas sesiones. Entonces se acercaba respetuoso y galante.

Me apena coincidir con José Alcántara Almánzar cuando, a la partida de Aída, se duele de que se nos van los grandes valores.

Vendrán otros valiosos artistas.

Pero difícilmente volverá la religiosidad musical de Aída Bonnelly.

 

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