Ajos, cebollas, puerros…

Ajos, cebollas, puerros…

MADRID (EFE).- Tienen partidarios incondicionales, pero también enemigos irreconciliables: los bulbos de las plantas que pertenecen a la familia de las liliáceas, como el ajo, la cebolla y el puerro, tienen un sabor y un aroma muy particulares, un punto a veces agresivo, lacrimógeno…

Pero sería imposible imaginar la cocina sin estos elementos. Sobre todo, la cocina mediterránea, la cocina latina. Usamos estas tres plantas como condimentos importantísimos; son la base de muchas salsas, de salsas muy importantes. Dejan su huella en innumerables platos de la cocina tradicional; no, no sería fácil cocinar sin ellas.

 Otra cosa es que le gusten a todo el mundo, que no es así. Aparte de los problemas inherentes a su sabor, están los efectos secundarios: después de comer ajos, no hay manera de disimularlo. Esta es otra razón que hace que haya tanta gente que, a la manera de los vampiros de la literatura, no pueda ver un ajo ni en pintura.

Uno pertenece al otro grupo; le gusta el ajo, la cebolla, el puerro… Hoy quería hablarles de una aplicación excelente de cada una de estas plantas: su condición de ingredientes fundamentales de muy conocidas y populares sopas. Hablo de las castellanas sopas de ajo, de la muy parisina sopa de cebolla y de esa magnífica sopa fría, con partida de nacimiento neoyorquina, que es a vichyssoise.

 Por partes. Muchos españoles acaban una noche de juerga con unas sopas de ajo: entonan el estómago. Más o menos, esto: pongan en una cazuela un par de cucharadas de buen aceite de oliva; frían ahí cuatro dientes de ajo en trozos. Antes de que empiecen a dorarse, añadan un pelín de pimentón agridulce. Añadan litro y medio de un caldo, que no ha de ser muy fuerte, pero siempre será mejor que el agua pura y dura, y dejen cocer un cuarto de hora.

Pongan en cazuelas individuales rebanadas de pan del día anterior, finas, ligeramente secas en el horno, con unos taquitos de jamón y unas rodajitas de chorizo. Repartan el caldo -del que, si es su gusto, habrán retirado los ajos- en las cazuelitas; pongan un huevo en cada una y métanlas al horno hasta que cuaje la clara. Sírvanlas inmediatamente, y no olviden el tinto.

 Cuando existía en París el mercado de Les Halles, eran muchos los parisinos que veían amanecer allí, después de la fiesta, saboreando una sopa de cebolla. Vamos con ella. Pelen y corten en tiritas medio kilo de cebollas. Saltéenlas en cuatro cucharadas de aceite y dos de mantequilla, lo justo para que suden, pero sin que lleguen a ruborizarse. Si las mojan una copa de Jerez seco y dejan que se evapore un poco, su aroma hará innecesario el clásico ‘bouquet garni’. Cubran todo con litro y medio de caldo ligero de gallina, y háganlo cocer, a fuego suave, una media hora.

Corten ocho rebanadas lo más finas posible de pan francés –la ‘baguette’ va bien– y séquenlas en el horno. Repártanlas en cuatro soperitas individuales; cúbranlas con el caldo, y espolvoréenlas generosamente con queso Emmental o Gruyére recién rallado. Finalmente, metan las soperitas en horno caliente a gratinar, hasta que se dore la superficie.

 Sopas de invierno, claro, caloríficas. La vichyssoise, en cambio, es veraniega, fría, elegante. Pero no deja de ser, después de todo, una crema ligera de puerros. O sea: de una liliácea. También es verdad que el puerro es la menos agresiva de las tres; pero todas tienen, y seguirán teniendo, mucho que decir en la cocina popular.

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