Con el paso de los años me ha dado por celebrar la vida, la verdadera y definitiva. Por haber llegado a mi edad con la certeza de tener menos defectos que el año pasado, y por haber cumplido algunas metas valiosas. Hay quienes en vez de cumplir años, los meses y los días se le vencen, como quien no acaba por saldar sus deudas y compromisos a plazos fijos, como quien ve llegar la fecha y no ha decidido a acudir a la cita con el tiempo y la palabra empeñada.
Un sociólogo judío que conocí en Nueva York, escribió un libro con el nombre de The Hidden Rithms (Los Ritmos Ocultos), en el cual expone una diversidad de maneras cómo nuestros organismos, nuestras mentes y nuestras vidas están marcadas por pulsiones y ritmos. Desde los latidos del corazón, pasando por los ciclos alimenticios, de reproducción, de maduración y muerte, hasta los marcados por las horas, la noche y el día, las estaciones y los años.
Hay, sin embargo, personas que aunque están obligadas a vivir bajo eso ritmos, no tienen, al parecer, conciencia de esos ritmos y etapas de nuestras existencias como individuos y como sociedades, cada una de las cuales tiene sus propias exigencias, ni de que lo más conveniente es, precisamente, organizar nuestras vidas, dentro de cada uno de estos intervalos.
No será, acaso, absolutamente necesario que cada cual se planifique con el rigor de un plan estratégico de vida, pero es menester que llevemos la cuenta de haberes y carencias, lo que hemos logrado y lo que aún nos falta. No se trata de metas pequeño burguesas de qué tener y cuánto consumir cada ciclo que pasa, ni a la de tomar el Año Nuevo como la fiesta del fin del mundo; sino de lograr aquellas cosas por las cuales la vida vale la pena ser vivida; cosas que son de las que menos cuestan y que están siempre al alcance de nuestras manos o, mejor dicho, de nuestros corazones.
Termina un año y otro empieza, en una secuencia infinita, como un camino terrenal efímero en el que, sin embargo, nuestras huellas se marcan en la eternidad. Países como el nuestro ven acumularse sus deudas, con muchas de sus metas esenciales aplazadas, sin renegociar ni reprogramar. Como a los malas pagas, se nos vencen las cuotas de vida y oportunidad. A cuenta del patrimonio heredado, hipotecando a las futuras generaciones, las cuales ni siquiera tendrán por seguro que heredarán un hogar, un terruño, una patria.
Al parecer tan solo nos queda heredad en otro mundo, en el reino de Dios, no en este planeta que estamos destruyendo. Al final estará el amor abundante de Dios para ser compartido. Mas solo para aquellos que escucharon su palabra y se aferraron a su verdad y su justicia. Pocos saldrán ilesos de esta aventura en la cual hemos podido ser mejores y ayudar a otros serlo. El 2015 abre nuevo compás, oportunidad que no debemos despreciar como personas, como nación.