Al otro lado del Masacre

Al otro lado del Masacre

R. A. FONT BERNARD
A los ocho años de nuestra edad, Haití estaba personificado para nosotros, en la gordezuela y locuaz «Madamme Elise», que nos proveía del dulce de maní que consumíamos en los períodos de recreo en la Escuela Primaria Padre Billini, en donde cursábamos el segundo grado de la enseñanza primaria. En nuestra imaginación el pañuelo multicolor, anudado a la cabeza de Madamme Elise, nos conducía a la existencia de un país pintoresco, en el que sus habitantes se expresaban en un habla incomprensible, y todos comían maní.

Esa folklórica percepción del vecino país se tornó luego en motivo de temores nocturnos, cuando escuchábamos las narraciones de un amigo de nuestro padre, el escritor Miguel Angel Monclús, cuando regresaba periódicamente de Juana Méndez, donde desempeñaba las funciones de cónsul de nuestro país. Entonces, ¿era cierto que en Haití se robaban los niños para realizar sacrificios humanos?, ¿qué allí se vendían brebajes preparados con ron, excremento de murciélagos y testículos de perros, para excitar la virilidad de los ancianos?, ¿que en las zonas rurales se exhumaban los cadáveres para realizar ritos satánicos? Haití era, pues, un país peligroso, en el que además de consumir maní, sus habitantes practicaban la hechicería y robaban niños.

Años después, Haití se afincó en nuestro conocimiento con la lectura del “Resumen de Historia Patria”, de don Bernardo Pichardo, y la “Geografía de la isla de Santo Domingo”, de la autoría del licenciado C. Armando Rodríguez. “Ellos” –los haitianos– tenían tres millones de habitantes en un espacio de 28 mil kilómetros cuadrados, y “nosotros”, apenas 800 mil habitantes en 46 mil kilómetros a la redonda. “Ellos”, descendientes de esclavos africanos y de unos bucaneros llamados “ratas del mar”, y “nosotros”, herederos “de la más pura prosapia española”.

Por los premencionados textos escolares, nos enteramos que el río Artibonito, el más caudaloso de la isla, nace en nuestro territorio y luego termina en Haití. Ese dato nos atormentaba, con la percepción del cadáver de nuestro río en un territorio extranjero. Pero nos consolábamos con la posesión integral de los ríos Ozama, Yaque y Yuna. Teníamos además, y estos nos encandilaba la imaginación, “la cumbre más alta de las Antillas”, y éramos los beneficiarios de los valles de San Juan y de La Vega Real.

Pero, por las explicaciones del profesor Domínguez, nos caía pesada como inscrita en plomo la mutilación de millares de kilómetros cuadrados, de la que nuestro profesor culpada a “unos reyes estultos que cedieron nuestro territorio a Francia, en una componenda de Borbones franceses y Borbones españoles, el Tratado de Basilea.

De ese pesar solía sacarnos orgullosos don Bernardo Pichardo, al narrar en su historia que en la batalla del 30 de Marzo “las aguas del río Yaque se tiñeron de rojo con la sangre de los haitianos en derrota, mientras entre los patriotas dominicanos “sólo hubo un contuso”.

Y para nuestro orgullo en esa batalla participó “la Coronela Juana Saltitopa”, una participación femenina no registrada en ninguna otra batalla por la independencia de un país latinoamericano.

Y nuestro orgullo subía de punto, con la descripción de la batalla de “Santomé”, en la que el invicto General José María Cabral batalló gallardamente contra el jefe haitiano, el “Duque de Tiburón”, a quien le cercenó la cabeza, “de un diestro mandoble”.

De tal manera, el mapa de la isla se nos adentró en el conocimiento, no por la geografía sino por la historia: “Las Carreras, Santomé, Poster Río, Cambronal, 19 y 30 de Marzo.

No obstante, la palabra “frontera” provocaba en nosotros la sensación de algo lejano y confuso, y hasta inverosímil.

Y ya en el nivel de los estudios intermedios, nos enteramos de que a nuestro río Guayubín, le llamaban los haitianos “Rebouc” –”revú o reperpero–, a causa de los dimes y diretes que durante muchos años mantuvimos –haitianos y dominicanos–, por su posesión. Y que el año 1911, por una picardía del río Dajabón, llamado de aquel lado “Masacre”, estuvimos a punto de irnos a las manos, no ya con lanzas como en los tiempos de la Independencia, sino con armas modernas.

El año 1937, Trujillo metafóricamente “pasó el masacre a pié”, descabezando a unos cuantos miles de haitianos, que progresivamente habían traspuesto la frontera, en una indetenible invasión pacífica. Su moneda, el “gourde”, circulaba libremente por todo el territorio del Cibao Central.

Varios años después, en una recepción ofrecida a las delegaciones de jóvenes latinoamericanos que participaron en el Congreso de la Juventud, el año 1939, Trujillo, estimulado por unas cuantas copas de su brandy preferido, dijo dirigiéndose a los delegados dominicanos: “Mis manos están manchadas de sangre para salvaguardar la integridad de nuestro territorio y el sacrificio de los Padres de la Patria. Es un sacrificio del que no me arrepiento. Pero dentro de cincuenta años, la invasión pacífica, protegida por los alabarderos de la supuesta confraternidad dominico-haitiana, significará para ustedes que muchas de las autoridades de entonces, serán de origen haitiano.

¿Borrachera de Trujillo, o advertencia premonitoria? En la dedicatoria de su libro titulado “La República Dominicana y la República de Haití”, el doctor Price-Mars escribió: “Al negro desconocido, oscuro vástago del antepasado que vino de Africa. Libertador de Santo Domingo y fundador de la Independencia haitiana. Indestructible”.

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