FABIO R. HERRERA-MINIÑO
Corrían los primeros años de la década del 50 en la apacible población de Baní, cuando la industria de los padres canadienses de la misión Scarboro (SFM) se comenzaba a sentir en la comunidad, que desde 1947 se habían instalado allí y llegaban con muchas aprensiones por la dura cerviz de los banilejos en sus devociones y prácticas religiosas, pese a tener en su santuario a su querida y venerada imagen de Nuestra Señora de Regla.
Eran los años que nuestra generación, nacida a finales de los 30 y principios de la década de los 40 en Baní, iba saliendo de la infancia para adentrarnos en la adolescencia, mientras recibíamos el impacto renovador de los padres Scarboro, y máxime cuando yo vivía cruzando la calle de la iglesia. Por tanto se estableció una interacción efectiva y refrescante con esos jóvenes sacerdotes que venían a reforzar la misión encabezada por los recordados padres Juan Fullerton y Lorenzo Hart. Así llegó el padre Luis Quinn un joven sacerdote recién ordenado, y con muchos ánimos de emprender su labor misionera, que en poco tiempo se integró a los jóvenes para formar el primer coro de voces masculina que animaban las ceremonias religiosas en una iglesia, que ya cada domingo comenzaba a albergar muchos feligreses.
La presencia del Padre Luis, en sus afanes por crear un coro estable fue laudable, acción que continuó luego que fuera trasladado a otras comunidades sureñas para luego volver a Baní y al poco tiempo ya se establecería en su querida San José de Ocoa, perdida en las estribaciones de la Cordillera Central. Esta comunidad necesitaba de las influencias de seres humanos que como el Padre Luis la hicieron suya para honor y beneficio de los ocoeños, que aprendieron a aquilatar de inmediato la calidad y capacidad humana de ese joven sacerdote canadiense, que se convirtió en un paradigma regional.
Ya no fue la prédica del mandato de amar y servir de Nuestro Señor Jesucristo que el Padre Luis con tanto empeño predicaba, sino que movilizó a los ocoeños para interesarse por su comunidad, que ya en la década del 60 y la siguiente sufría los embates de una acelerada deforestación, fruto del cultivo de la papa que iba asolando las laderas de las montañas del Maniel agreste y prometedor que albergó la labor responsable y de entrega total de un hombre de Dios, decidido a que su comunidad se desarrollara.
Las endurecidas y callosas manos del Padre Luis sabían conducir un tractor por las laderas empinadas de las lomas de Ocoa para abrir surcos y trazar caminos, y luego elevaba al cielo en su iglesia la ostia a consagrar, dando un ejemplo vivo de lo que debe ser la función nuclear de la Iglesia, que a veces se ve perdida en el boato y el deslumbre de las luces de los grandes salones, para apartarse de la función divina del encuentro de la humanidad con su Creador.
Ya el Padre Luis no está con nosotros y no recibirá la visita o llamadas de sus amigos y personas que bien le querían y que tanta ayuda aportó con sus consejos a muchos de sus allegados, apoyándolos en momentos cruciales de sus vidas. Él ha dejado su huella de trabajo y amor, ojalá que sean muchos los que, sin ser sacerdotes, comprendan cuál es la misión en la vida para servir a los demás. Él supo cumplirla con sacrificio de su salud y de su vida con enfermedades, que poco a poco, fueron limitando su vitalidad cuando se veía postrado en una cama o confinado en una mecedora por problemas de la columna o de sus afecciones cardíacas.
El Padre Luis fue un apasionado enamorado de las montañas empinadas del Maniel, sus constantes recorridos lo llevaron a dar a conocer comunidades, muchas a nivel internacional, para recibir ayuda de las más variadas especies, cuando veían la integración de sus habitantes a los proyectos como en Las Auyamas que experimentaron una alegría indescriptible al recibir agua potable y disfrutaba de energía eléctrica que el Padre Luis obtenía con sus contactos y afanes desarrollistas.
El Padre Luis contó con el apoyo de agencias internacionales de cooperación y del Gobierno dominicano, después que éste bajara la guardia que le había puesto en su contra cuando en la década del 70 se le etiquetó como un cura comunista y hasta se vio a un tris de ser deportado por sus afanes sociales y sus luchas en contra de las injusticias que patrocinaban funcionarios de aquel entonces.
Los restos mortales del Padre Luis descansarán en su iglesia más querida, y en la tierra que asumió como suya, olvidándose de la natal en Canadá pero se comprende que su preclaro hijo hizo suya un pedazo de Dominicana, para llevar a cabo una notable labor de amor al prójimo como tal lo predicara a quien ese sacerdote católico supo obedecer e imitar para orgullo y honra de una laboriosa y solidaria comunidad que llora su partida junto con los amigos que dejó esparcidos por todo el país.