Al viajar en Metro, lo feo no se ve

Al viajar en Metro, lo feo no se ve

Si no fuera porque las estaciones tienen nombres de héroes, mártires, patricios, artistas, pensadores y otras personalidades dominicanas. Si los conductores no hablaran español y mapas, rutas y esquemas estuvieran descritos en idioma que no sea el castellano. Si el común de los pasajeros fuera más presuntuoso y luciera cabellos rubios, piel blanca y ojos azules, uno pensara que viaja en tren por Europa o tal vez por continentes más avanzados porque algunos que conocen esos lares dicen que el recién inaugurado Metro de Santo Domingo supera en todos los aspectos a los ferrocarriles de aquellos predios.

Nuevecito, limpio, con un confort que quita las ganas de bajarse y un celoso cuerpo especializado de agentes que inspiran seguridad, este medio de transporte inaugurado el pasado 29 de enero es la noticia de la República. Aunque ya lo utilizan trabajadores y estudiantes felices que confiesan tener paz porque no tienen que madrugar para llegar a tiempo a sus clases y labores, también es el  paseo de asombrados provincianos y capitaleños que organizan sus excursiones desde la parada “Centro de los Héroes” hasta la “Mamá Tingó”, en Villa Mella, para deleitarse con esta singularidad tan deslumbrante en su interior,  andenes, escaleras, boleterías, vagones.

Torpes, asustados, temerosos aún por ser “primerizos” en esta veloz “máquina”, algunos “falsean” ante la rapidez de los escalones movidos con electricidad, vacilan al poner el “boleto viajero” sobre el lector porque ignoran la posición correcta, son rechazados por no conocer exactamente la cantidad necesaria de “recarga” o transitan mudos, azorados por este aparato raudo que los lleva a su destino sin discriminar talante, indumentaria, carga, impedimento físico, fragancias u oficios.

Caben todos

Y en el tránsito observan tan ejemplar conducta que ellos mismos comentan entre sí: “No parecemos dominicanos”.

Desde la “Casandra Damirón”

Esta estación está dentro del entorno del Teatro Nacional. Dicen que es el atractivo de “riquitos” que la abordan para el paseo sin tener que cruzar a pie la Máximo Gómez. Empleados en extremo educados, elegantes en sus chalecos o chaquetas y corbata y un atento equipo de miembros del “CESMET”, los custodias del Metro, orientan a los usuarios pues es muy temprano aún para que el viaje sea costumbre. Además, hay profusión de indicaciones, flechas, rótulos. Diligentes muchachos, “monstruos” de la computadora, “recargan” o venden boletos. Al abordar se lee en las puertas del imponente tren: “Dejen salir antes de entrar”.

Al arrancar y despegar, conductor o conductora de excelente dicción anuncian a los “señores pasajeros”  que arribaron a la Estación tal con acceso a avenidas, barrios y lugares como Villa Juana, el cementerio, La Cementera, la John F. Kennedy, el Centro Olímpico, la entrada de Guaricano y así van avisando según se acercan a la  Francisco Caamaño, Amín Abel, Joaquín Balaguer (“verdugo arriba de sus víctimas”, comentó un pasajero”), Juan Bosch, Los Taínos, Máximo Gómez, Gregorio Luperón, Hermanas Mirabal, Mamá Tingó…

“Un éxito”

“Me gusta, va bastante rápido”, dice Mabel Hernández, que estrenaba el Metro para acudir a un entrenamiento.

“¡Excelente!”, exclamó José Hiciano, militar retirado que trabaja en la Hermandad de Pensionados y que ahora se levanta una hora más tarde y llega puntual.

Ana Micaela Aybar inclinó su pulgar y comentó: “¡Un éxito!”.

“Habrá que ver si esto está resolviendo el problema del tránsito donde no hay Metro”, intervino un advenedizo.

“¡Qué chulo! Maravilla de los tiempos, llego al trabajo en 17 minutos sin coger lucha”, manifestó un señor a cuyo lado dormía una joven que llevaba ruta larga.

Rosanna Martínez, del Colegio Nuestra Señora del Carmen, confesó que después del Metro se levanta a las seis y llega a las siete, “me evito problemas con la directora”.

“Yo lo que me evito son empujones y grajo,  ahorro tiempo, voy rápido y seguro”, aseguró un ocurrente escolar celebrado por sus compañeros.

“¡Llegó el otro, se juntaron!”, insistía un niño  de la mano de su madre, como si hubiese estado jugando a los trencitos chocones.

El conductor pidió disculpas por un retraso y comenzaron especulaciones y respiros. “Yo en esa guagua, aquí cualquiera aguanta”, comentó resignada una doña y el guía anunció el “despegue” dando las gracias a “los señores usuarios por su comprensión”.

“Aquí hay que tener cuidado ¿tú ves ese tipo que va en aquel asiento? es de la Secreta, yo lo conozco” murmuró un estudiante a otro.

Se acercaba la una de la tarde

Portaban mochilas, compras de supermercados, cajas de cartón, loncheras, envases plásticos de comida que aumentaron cuando llegaron los de Villa Mella y en el andén se esparció un olor a sazón que no llegó al tren. Probablemente a los que cargaban el manjar no los dejaron subir, aunque quizá sí, porque una turista comentó: “En Washington no te dejan ni comer chicle. Te lo hacen botar”.

“¡Esta es la mía!”, dijo uno al bajar, agregando: “Adiós, buenas tardes”, mientras una lenta que veía alelada por las ventanillas reaccionaba: “¡Contra, se pasó!”.

“No fumar en todas las instalaciones del Metro” deletreaba un párvulo, y jóvenes de paseo señalaban entusiasmados: “!Mira, Villa Mella! ¡Esa es! ¿Aquí?”, consultaba una. “¿Cuál es ésta? ¿Seguimos?” “¡Ay mi madre, me llevé del gusto, hace años que pasamos la Gómez!”, se escuchaba.

Un impedido físico fue traído amablemente por una empleada y cuatro agentes lo acomodaron  en uno de los lugares reservados para discapacitados. “Así me gusta más”, dijo mientras le ajustaban las correas, “para ver el paisaje tan maravilloso que se debe ver desde aquí”, manifestó, evidenciando que se montaba por primera vez porque el panorama no siempre es tan precioso: inmensidad de cables eléctricos, tinacos, quintos patios superpoblados, vallas y paredes con letreros de negocios inverosímiles, miseria, sucio, desorden, es la vista exterior en algunos tramos.

“Esto es un problema ¿cómo me devuelvo?” preguntaba un atormentado que rebasó su estación. “Esto es Dios, sin amets ni apretujones”, declaró otro satisfecho y una desenfadada dama replicó: “Y sin los quemadores que aprovechan el tumulto”.

“Te estoy llamando de la Gilbert”, anunciaba una  por celular. “¡Mira para allá!”, indicaba alborozada una madre a su criatura. “Voy de camino por la Peña Gómez”, comunicaba otro desde su móvil porque ya el tren había reiniciado ruta, partiendo desde la  “Mamá Tingó”.

“¡Chofer, déjame, que me equivoqué! ¡Parada, parada!”. “¡Déjame, que quiero vomitar!”, relajaba un grupo que andaba en chercha, y un anciano declaraba que ahora le daba par de tres que subiera la gasolina.

Porque el Metro es el paraíso rodante del que nadie quiere bajarse. El choque con la realidad es al abandonarlo.

Al quedarse en Villa Mella, por ejemplo, la depresión borra todo el entusiasmo del viaje: tricicleros, ningún tráfico o cruce peatonal para atravesar la Máximo Gómez, calor, sol o lluvia, ruidosos motoconchistas, carros destartalados del servicio urbano y apresurados buscones acosando al que llega: “¡Punta, Punta, me voy! ¿Te queda, rubia?”

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