Alemanes y judíos: la «identidad interior»

Alemanes y judíos: la «identidad interior»

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
El gran filósofo Johann Gottlieb Fichte escribió entre 1807 y 1808 unos célebres Discursos a la nación alemana. Los compuso durante la ocupación de Berlín por las tropas de Napoleón. En ese momento todos los escritos hechos por alemanes, destinados al publico, debían someterse a la censura de las autoridades francesas. Fichte redactó catorce discursos; algunos de ellos tienen carácter pedagógico; otros describen las particularidades del pueblo alemán y los efectos de la reforma religiosa de Lutero; uno versa sobre la noción de patriotismo. En todos aparecen , de una u otra manera, los conceptos de identidad, Estado y nación.

Un aspecto notable de estos Discursos es el tocante a la lengua de los pueblos germánicos. Fichte nos dice que la romanización de Europa trajo como consecuencia la falsificación del pensamiento de los pueblos nuevos por causa de una lengua extraña y vieja. Los vocablos prestados que las lenguas nuevas tomaron del griego o del latín, lanzaron al uso común raíces que no fueron originadas por los pueblos que las adoptaron. Las raíces de cada idioma son resultado directo de las vidas de los grupos humanos que las crean. Significan contacto íntimo con la realidad física, con el entorno social, con una larga tradición histórica. Las raíces lingüísticas propias posibilitan el conocimiento, la comprensión de las cosas en su inmediatez. Ontología y lenguaje están, según Fichte, en apretada conexión. Los lingüistas posteriores a Saussure harían bien si volvieran a leer a Fichte, un filósofo idealista muy poco estudiado, al cual se le tiene como un simple peldaño entre Kant y Hegel, dos hitos del pensamiento moderno. La edición de las obras completas de Fichte en español «comenzó en el año 1962 y está todavía sin completar», explica una nota de la Editorial Tecnos, S. A., responsable de la publicación, en 1988, de la versión española de Discursos a la nación alemana.

La lectura de los Discursos de Fichte nos revela a un personaje mucho más «realista» de lo que podría parecer a los ojos de un estudiante «tradicional» de historia de la filosofía. Fichte no tiene empacho en participar en política y en ocuparse en asuntos de «actualidad». El filósofo distinguía constantemente entre razón pura y «razón practica». Como hemos apuntado, Fichte escribe los Discursos cuando Prusia está ocupada por Napoleón y la llamada Confederación del Rin ha firmado una alianza con Francia. La nación – en sentido cultural – a la que él sentía pertenecer estaba entonces en peligro de frustrarse o de no llegar a plenitud estatal. Solo después de la guerra franco – prusiana de 1870 Alemania empieza a ser un imperio. ¿Cuantos son los modos identitarios de sentir adscripción o pertenencia a una sociedad?

Un ejemplo curioso de adscripción social lo encontramos en el psicólogo Sigmund Freud. Mi amigo israelí Saverio B. Lewinsky me obsequió en 1982 un escrito suyo titulado: Identidad problemática del joven judío; en ese texto Lewinsky reproduce parte de un discurso que Freud pronunció en 1926: «Lo que me ligó al judaísmo – me avergüenza admitirlo – no fue la fe ni el orgullo nacional, porque jamás he sido creyente y me educaron fuera de toda religión, aunque me inculcaron el respeto por las que se denominan normas éticas de la cultura humana. Cada vez que sentía una inclinación hacia el «entusiasmo nacional», me esforzaba por suprimirla, considerándola perjudicial y errónea; alarmado y prevenido por el ejemplo de los pueblos entre los cuales vivíamos los judíos. Pero había muchas otras cosas que hacían irresistible la atracción del judaísmo y de los judíos, muchas «oscuras fuerzas emocionales», que eran tanto más poderosas cuanto menos se las podía expresar con palabras; así como también una clara conciencia de una «identidad interior; la privacidad de una «construcción mental común» me proporcionaba seguridad. Y más allá de todo esto, existía una percepción de que solo a mi «naturaleza judía» le debía las dos características que se me hicieron indispensables en el difícil camino de mi vida. Porque era judío me encontré libre de muchos prejuicios que restringían a otros en cuanto al uso de su intelecto y como judío estaba preparado para unirme a la oposición y para prescindir de cualquier acuerdo con la mayoría compacta…» Este es, sin duda, el primer caso de aplicación del psicoanálisis a la sociología. Fichte, por su lado, concedía extraordinario valor al «poder unitivo» de la literatura y de la cultura en general. Mi amigo israelí concluyó su folleto afirmando: «la historia muestra que la humanidad no es la suma de cada uno de los individuos, sino la suma de las culturas que la componen». (…) «yo también soy parte de una cultura, que recibo en herencia…»

Todas las culturas se han nutrido unas de otras en el curso de la historia; se sostienen y entrelazan como bancos de coral o enredaderas de un jardín promiscuo. De Grecia a Roma, de Roma a Europa, de Europa a América; la cultura clásica viaja en ruta doble: de Bizancio hacia occidente, desde Roma hacia el este. Egipcios, caldeos, judíos, constituyen la «herencia oriental» de la civilización occidental. Un lento proceso de siglos fue la norma antigua para la asimilación cultural. En nuestra época los viajes y las comunicaciones son continuos y en todas direcciones. No existe ya un solo lugar del globo terráqueo donde no llegue la influencia de la radio, la televisión, la imprenta, del intercambio comercial. Diversas formas de transculturación operan sin cesar en el mundo actual. Lo que nos parece ahora un amasijo informe, finalmente podría alcanzar la estable unidad luminosa del arco iris. Eso piensan los optimistas, siempre reacios a tomar en cuenta los broncos conflictos, las abismáticas diferencias que separan a los hombres. Otros, menos entusiastas, creen que todavía, durante varias décadas, sacudiremos un cocktail con algunos ingredientes insolubles.

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