Continúo publicando los juicios del escritor José Bobadilla sobre Duarte y Bobadilla en nuestras luchas independentistas. El título es mío:
En consecuencia, Juan Pablo Duarte ante la cauta y experimentada mirada de «el viejo» (ya entonces lo era) no pasaba de ser un muchacho bueno, pero sin asidero, un niño rico (en realidad menos pobre que la miseria general que lo circuía) con sueños que lo superaban haciendo de un saldo de peligro todo un reto de ser. «Quién se mete a redentor siempre muere crucificado». El dicho para nada era ni es un axioma gratuito. Demasiada historia fatídica lo justificaba. Obviamente la dominación haitiana hacía mucho tiempo había dejado de ser la portadora del significativo proyecto de avance y prosperidad que había insuflado al mundo el embate revolucionario francés. Toussaint Louverture, ese titán de América, ni siquiera era un recuerdo practicable. Nuevas carencias hacían las paces con males superados en el papel, no así en la realidad. Y el repudio hacia Haití muchas veces silente, otras con muy poca voz, se convirtió en voluntad de emancipación nacional. Pero siguiendo con el trasgo de la persona que era Duarte, para Bobadilla jamás dejó de ser la cabeza de una chispa útil por su empuje y beligerancia. Pero nada más. Prueba fehaciente de ello fue que Duarte, como líder de la principal facción liberal contra Haití estuviera contraproducentemente exiliado, no así como otros trinitarios, caso de Sánchez y de Mella, quienes se le acercaron haciéndolo la primera figura de la quimera nacional.
Los conservadores, en su larga y patética actuación política, jamás creyeron en una República Dominicana libre y soberana, en una República Dominicana viable, independiente y próspera. Esta era una posición política, no moral. Bastaba con entreabrir los ojos al horizonte nacional para darse por vencido ante una empresa colosal que comenzaba por requerir el empuje decidido de patrias de mayor calado que ya tenían realizado un nivel evidente de poder y civilización. Tampoco era nada extraño en su época. La grandeza de los liberales, porque sí la tuvieron, fue concebir un sueño que al final triunfó como expresión de fe de un destino que no sólo fue factible sino que concretó por lo grande una inevitable posibilidad.
Con el tiempo, en el plano personal, Bobadilla podría justificarse a sí mismo comparándose con Duarte, un político cuya vocación práctica de lucha se extinguió sin remedio en el exilio terminando en una terca y dilatada lobreguez. Como intelectual Duarte a Bobadilla, si alguna vez lo consideró, debió parecerle con sobrada razón un hombre ignorante hasta el escándalo que no le dejó a nadie más que un puñado de cartas tan hueras como cojas, así como raros conatos de versos desafortunados y escasos que no daban argumentos ni para explicar malamente un entretenimiento literario fugaz, muchísimo menos el fruto de una labor de diáfana mediocridad profesional.
Duarte, el pensador, cuando intentó dejar por escrito algún testimonio (mejor decir: asomo de ideario) sobre el concepto de una nación, apenas produjo balbuceos sin ninguna originalidad; una vergüenza en la que nadie debiera, por un mínimo respeto a su memoria, insistir.
En términos de su figura moral, ignoro la suerte que pueda tener el talante histórico de un político negado a la acción, pues escondido en los velos de una religiosidad, al parecer practicante, su horizonte se frisó en el para siempre de un lóbrego pozo individual convertido en cárcel donde todo se hizo silencio e impenetrable oscuridad. Es cierto que regresó en tiempos de la Restauración. ¿Pero por qué y para qué? Bobadilla aún estaba vivo y no debió de serle inadvertida esta irrupción. Pero en ese mundo donde grandes patriotas libraron una guerra encarnizada para imponer la certeza del ideal nacional, unos a favor, otros en contra, y los menos en ambas trincheras como fue el caso de Don Tomás, lo habían olvidado tratándolo mal. Así vino a ser, paradoja de la historia, que los restauradores, sabedores del incuestionable mérito profesional de su antiguo enemigo político, en vez de fusilarlo como a mi ver bien lo merecía, lo pensaron mejor y se ocuparon de atraer al viejo ducho y dueño y señor de un sólido prestigio hacia un primer plano hasta que al fin se hizo la noche definitiva que cerró su larga, su larguísima ancianidad.
Los dominicanos, como el resto del mundo, anhelaron poner nombre y apellido a un «santo» que le diera luz y sentido a la idea militante de un Gran Padre Nacional. Olvidados adrede del inevitable componente humano, del principio fundamental que hace patente la presencia de la carne. En política los santos no existen; quizá Mohandas Qaramchar Gandhi «El Mahatma», ilustre excepción que confirma la más universal de las reglas. Con poco o con mucho sacan la cabeza de la miasma de todas las vidas hombres buenos que también fueron valientes. Son los casos de Simón Bolívar, de José Martí, de José de San Martín, de Abraham Lincoln, de Bernardo O’Higgins Riquelme, de Augusto César Sandino, por decir. Pero se trata de hombres, no de beatos trasnochados o de impolutos querubines que han descendido del empíreo por la obra y la gracia de un Espíritu Santo desfasado y abusador, a su vez «comprometido» con los destinos del hombre cuando es humanidad.
Al decir de alguien muy querido y respetado por mí, me refiero a don Vetilio Alfau Durán: Padres de la Patria dominicana (tres, nunca uno; muy católico, religiosamente muy institucional) sólo fueron Juan Pablo Duarte, quien la soñó; Don Tomás Bobadilla y Briones, quien la calculó, la pensó y la proclamó; y Pedro Santana, quien la hizo a punta de espada, puso el músculo bélico sobre el terreno donde se construyó. Sueño, pensamiento y acción, una regla de tres que comienza y termina en la unicidad de una cifra cuyos acreedores legítimos como padres, en la paternidad, no admiten, muy a pesar de sus faltas, la menor discusión. Francamente malos o por el contrario modelos de padres, nada tiene que ver el accidente físico indubitable que le da calidad y sentido a un término incontrastable en su fría solemnidad.