En estos días, celebramos el centenario del magnífico ensayo de don Pedro Henríquez Ureña titulado “Utopía de América”. Varias instituciones y personas han realizado diversas actividades a ese respecto. Una de las más notables fue la conferencia dictada por el Dr. Alejandro Arvelo, la cual comentaré en otra ocasión.
Las mismas constituyen un reacercamiento al estudio de ese gran escritor dominicano.
El impacto de su labor fue tal que su trabajo definió un antes y un después en la investigación y crítica literaria en América y España. Por eso, se dice que su amigo y admirador, el gran escritor mexicano Alfonso Reyes, afirmó ante su muerte: “Era dominicano, pero los mexicanos tenemos derecho a llorarlo como nuestro”.
Volvamos a estudiar, discutir y aprender de nuestro Pedro
Volver a Pedro Henríquez Ureña es un deber de los estudiosos de la lengua castellana y su literatura, no solo dominicanos sino de México, Argentina, Chile, Cuba, España y otros lares adonde llegó la luz de su labor educativa y escritural.
Ahora me viene a la mente el recuerdo venerando de aquel escrito en homenaje a Pedro Henríquez Ureña realizado por su hermano Max, titulado “Hermano y maestro”, el cual da la imagen exacta de lo que fue en vida don Pedro Henríquez Ureña: su sacerdocio de eterno profesor, su apostolado de perenne lector de agudas observaciones, su magisterio de seriedad, honradez y sacrificio. Porque todo lo que sabía quería enseñarlo, darlo, compartirlo, repartirlo. Se entregó todo y jamás pidió nada.
Vivió y murió con humildad y sabiduría: manteniendo su dominicanidad
Nunca se las dio de sabio, aunque sabía bien que lo era, por su inmensa cultura, fina inteligencia y disciplinada pasión con que dedicaba días, noches, madrugadas a estudiar a los grandes escritores para hacer su crítica severa pero justa. Con minuciosa y matemática precisión, sentida sensibilidad y gozo a plenitud de las grandes obras leídas, analizadas, valoradas y ponderadas.
Tal vez porque nunca abandonó su nacionalidad dominicana ni adoptó una paralela no recibió más y mayores oportunidades en los países donde vivió y en los que impartió sus cátedras. Por ello, le llegó la muerte sin ostentar la merecida condición de profesor en una universidad sino en el Colegio de La Plata, en Argentina.
Es inolvidable aquel 11 de mayo de 1946, en una calle de Buenos Aires, cuando su corazón no pudo resistir más la presión de la rauda carrera que hubo de dar para hasta alcanzar el bus que lo transportaría a dar sus clases. Subió y cayó en su asiento, colocó su bulto al lado, y ahí mismo le vino la muerte, rauda y callada, casi imperceptible, cual sutil desmayo, a la manera de un suave eterno sueño “como sueles venir en la saeta”, en voz de la “Epístola Moral a Fabios”, del entonces anónimo sevillano que luego se descubrió era obra del poeta Andrés Fernández Andrada. Así la narra Borges: “Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estarás muerto”.
Así, tan silenciosamente, se fue para siempre de este mundo ese símbolo del honor, la honradez, inteligencia y letras dominicanas, de la lengua castellana y la cultura del mundo. De ese modo perdimos a su mente preclara, cuya vida y obra preludió su insigne y cultísima madre, la maestra Salomé Ureña, en los hermosos cuartetos de un visionario poema escrito cuando él todavía era un niño:
Mi Pedro
Mi Pedro no es soldado; no ambiciona
de César ni Alejandro los laureles;
si a sus sienes aguarda una corona,
la hallará del estudio en los vergeles.
¡Si lo vierais jugar! Tienen sus juegos
algo de serio que a pensar inclina.
Nunca la guerra le inspiró sus fuegos:
la fuerza del progreso lo domina.
Hijo del siglo, para el bien creado,
la fiebre de la vida lo sacude;
busca la luz, como el insecto alado,
y en sus fulgores a inundarse acude.
Amante de la Patria, y entusiasta,
el escudo conoce, en él se huelga,
y de una caña, que transforma en asta,
el cruzado pendón trémulo cuelga.
Así es mi Pedro, generoso y bueno;
todo lo grande le merece culto;
entre el ruido del mundo irá sereno,
que lleva de virtud germen oculto.
Cuando sacude su infantil cabeza
el pensamiento que le infunde brío,
estalla en bendiciones mi terneza
y digo al porvenir: ¡Te lo confío!