Mi abuela Roselia murió a los 103 años de edad y se fue con un gran orgullo: aprendió a escribir su nombre siendo una anciana. Y no sólo aprendió a escribir su nombre cuando ya no pensaba en eso, sino que también pudo darse cuenta de que otras muchas cosas de las que ella hacía rutina eran importantes para diferenciarse de los seres irracionales.
El orgullo de mi abuela Roselia nació a raíz de una bellísima campaña de alfabetización promovida por el Arzobispo de Santo Domingo, Cardenal Beras. Cientos de alumnos de los colegios católicos de la capital y del país, y todo quien quiso integrarse, se sumaron a la Iglesia Católica para aprovechar el ímpetu dejado en la sociedad dominicana como secuela de la guerra de abril del 1965. Entonces, se calculó que había en el país un millón de analfabetos.
El reverendo Mario Suárez Marill, jesuita, coordinador nacional de aquel fructífero esfuerzo me designó para ayudarle con la organización y movilización de decenas de muchachas de los colegios católicos de Santo Domingo, a las que se les asignó el trabajo en el barrio de Los Mina.
Dos aspectos marcaron aquel esfuerzo ingente: la falta de recursos económicos y la forma de complementar el proceso de aprendizaje de leer y escribir con otros conocimientos de cosas sabidas o que había que aprender. Cuestiones de salud, la moral, la cultura, sin el aprendizaje y concienciación de las cuales no se puede hablar de alfabetización de adultos ni de nada. Esta última parte, la Iglesia y el padre Suárez Marill trataron de resolverla montando lo que se denominó Universidad Popular, difundida por las escuelas radiofónicas de Radio Santa María, en La Vega, y Radio ABC, en Santo Domingo, entre otras emisoras.
Abuelita Roselia se fue a la tumba orgullosa por saber escribir su nombre, apellido y por conocer el nombre de las letras que los componían. Y también abría ampliamente sus verdes ojos para expresar satisfacción porque hizo conciencia de lo importante que era no automedicarse, lavarse las manos, comer saludable, y sobre la trascendencia de educar a los hijos en el hogar en el marco de los principios morales.
La parte financiera para mantener aquel esfuerzo humanizador hacía que el padre Suárez Marill se rompiera la cabeza todos los días, para tener disponible la dieta de los choferes, el combustible, el costo de la reparación de las guaguas que los colegios católicos pusieron a disposición de ese trabajo. Imprimir las grandes cartulinas con las vocales y otros signos que debieron de aprender abuela Roselia y miles de dominicanos adultos era una proeza, porque había que conseguir descuentos o la colaboración de las imprentas. Suárez Marill y la Iglesia no tuvieron otra alternativa que acudir a los grupos de la sociedad organizados para montar telemaratones y otras actividades recaudatorias en las que participaban artistas, empresarios, gente del pueblo, con donaciones de todo tipo.
Recuerdo que el Estado miró aquel operativo promovido por la Iglesia, desde lejos. Y fue lo mejor, porque recuerdo a Mario Suárez (que en paz descanse) repitiendo, cuando se le hacía ver la actitud del Estado ante la acción eclesial: cuando se le dejan al gobierno cosas como ésta, nada sirve.
Ahora que el Gobierno anuncia la ejecución de una magnífica campaña de alfabetización de adultos me asaltan muchísimas preguntas a la luz de mi experiencia, porque quiero evitar la duda y la sospecha de que tan loable anuncio, por falta de recursos y planificación adecuados no se convierta en demagogia frustratoria para alimentar la entretención en los medios de comunicación social.
Esperemos. Y ojalá que la actual ministra de Educación, Josefina Pimentel, quien fue de las protagonistas de aquella bella iniciativa de la Iglesia Católica como alumna de uno de los colegios de monjas de la época, pueda ayudar, ahora como entonces, en su nuevo rol protagónico. Será el pueblo, como mi abuelita Roselia, quien sentirá orgullo por haber sido rescatado de su condición de cosa irracional y dotado de los recursos para romper la fatídica barrera de la pobreza que es el analfabetismo.