Pablo guardó aquel secreto durante 42 años.
Se dedicó a estudiar para convertirse en el primer bachiller de su familia. Luego se graduó en ingeniería en la universidad, se casó y tuvo hijos.
Pero todo cambió cuando su esposa le hizo la pregunta que siempre había intentado evadir: “¿A ti te pasó esto?”.
“¿Esto?”, respondió Pablo mientras ella le mostraba un reportaje titulado “Diario de un cura pederasta”, publicado por el periodista Julio Núñez en el periódico español El País, a finales de abril de 2023.
La publicación recogía las anotaciones personales de Alfonso Pedrajas, un sacerdote jesuita conocido como el padre “Pica”, quien había sido director del Colegio Juan XXIII en la ciudad de Cochabamba, en el centro de Bolivia.
Pablo es boliviano y vivió en ese internado durante la década de 1980.
“El mayor fracaso personal: sin duda, la pederastia”, escribió el sacerdote en su diario. “Hice daño a mucha gente (¿a 85?), a demasiados”.
Pedrajas cuenta en el diario que informó de los abusos a siete superiores provinciales y a una decena de clérigos bolivianos y españoles. Uno le recomendó no sentirse como un “pecador arrepentido”, ya que eran “casos aislados”. Otro le aconsejó que no abusara de menores. Nadie lo denunció ni lo apartó de las víctimas.
“Lo conté tantas veces”, insistió el jesuita en el diario.
Pablo siguió su primer impulso y le dijo a su esposa que no, que a él no le había pasado “esto”. Pero cuando su hermano le hizo la misma pregunta, sintió que ya no podía escapar del fantasma del padre “Pica”.
Cinco meses después resistirse a contar la verdad, Pablo le confesó a su esposa que Pedrajas había abusado de él desde los 11 hasta los 13 años.
“Yo pensaba que era el único, que me había pasado solo a mí”.
La publicación del diario de Pedrajas hace un año desató un escándalo.
La Fiscalía departamental de Cochabamba abrió una investigación contra 23 religiosos de la Compañía de Jesús, mientras que el papa Francisco envió a Bolivia a Jordi Bertomeu, su mano derecha en la gestión de casos de pederastia dentro de la Iglesia católica.
El presidente boliviano, Luis Arce, condenó las “conductas aberrantes” de los señalados y pidió al Pontífice que le diera a la justicia boliviana acceso a “todos los archivos, expedientes e información referente a estas denuncias”.
Aunque era la parte acusada, la Compañía de Jesús ofrecía un “canal de escucha” para las víctimas.
«Pedimos perdón por el dolor causado», dijo entonces Bernardo Mercado, el máximo responsable de los jesuitas en Bolivia. «Los abusos han provocado una herida profunda en las víctimas y las denuncias no pueden ser ignoradas, aunque el sacerdote involucrado en los hechos haya fallecido».
Pedrajas murió de cáncer en 2009.
En abril pasado, un año después de la publicación del diario, Pablo se unió a la Comunidad Boliviana de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesial, la asociación de víctimas que exige justicia y reparación por los crímenes cometidos por sacerdotes jesuitas en Cochabamaba, así como una condena a la estructura eclesial que los encubrió.
El grupo de víctimas asegura que hay más de 400 afectados en el Colegio Juan XXIII,que fue fundado en 1966 y cuyo internado fue clausurado en 2008, una decisión que es interpretada por algunas víctimas con las que habló BBC Mundo como una maniobra para encubrir los abusos cometidos en el colegio.
Durante décadas, otros jesuitas implicados en casos de pederastia en España fueron enviados a Bolivia por la Compañía de Jesús. Uno de ellos fue el padre Luis Tó, ya fallecido, quien fue transferido luego de ser condenado a 2 años de cárcel en Barcelona por abusar de una niña de 8 años.
O Francesc Peris, quien tiene más de 80 años y reconoció haber abusado de numerosos niños durante su trayectoria como sacerdote, incluido su paso por Bolivia, según reveló un delegado de la Compañía de Jesús al canal de televisión catalán TV3.
Un año después de la divulgación del diario de Pedrajas, el fiscal boliviano, Mario Durán, dijo que el Ministerio Público investiga a 7 sacerdotes y espera información del Vaticano para contrastar las evidencias.
“Pucha, nos tocó la lotería”
“El Juan XXIII era una institución adelantada a su tiempo, que proponía una pedagogía totalmente diferente a la oficial, y daba una máxima prioridad a la lectura y la investigación.
Cada año el colegio movilizaba a sus educadores y exalumnos para que fueran a todos los rincones del país y reclutaran a los alumnos que habían tenido el mejor desempeño académico en sus respectivos grados.
Llegué al Juan XXIII a través de esa selección rigurosa. Obviamente para mi familia fue un premio, un orgullo para mí, para mis papás y mis hermanos. De todo mi pueblo, yo era el único que me estaba yendo a estudiar a Cochabamba.
Para muchas familias era casi la única oportunidad de salir de los pueblos, centros mineros o comunidades, y estudiar en la universidad. ¿Cómo los padres no se iban a sentir escogidos y premiados, hasta decir: ‘Pucha, nos tocó la lotería’?.
Mis papás, por ejemplo, intentaron sacarme de mi pueblito a otras capitales, pero las mensualidades eran prohibitivas. Mi papá no ganaba lo suficiente para pagarme un internado en Oruro, La Paz o en la misma Cochabamba».
El inicio de los abusos
«Yo tenía 11 años cuando llegué al colegio.
Nos levantábamos a las 7:00 de la mañana y las actividades duraban hasta las 22:30 más o menos. A las 23:00 todos teníamos que estar en los dormitorios. Ese era el ritmo de los dos primeros años.
Era la primera vez que yo tenía acceso a cuatro comidas al día: el desayuno, el almuerzo, un té y la cena. Era la primera vez que tenía acceso a unas sábanas, a una piscina, a canchas de fútbol, básquet y voleibol.
¿Quién no se iba a sentir feliz con todo eso? Era un sueño. Pero al mismo tiempo te iban pasando cosas que no te gustaban, que ni siquiera podías expresar por una dualidad muy fuerte, muy fea.
En esa época había dormitorios comunes: uno para todos los varones y otro para las chicas. Y en el medio había un pequeño cuarto donde residía el director Alfonso Pedrajas.
Diría que todo el mundo sabía y veía que él era la autoridad. En esa época estaba en boga la corriente de la Teología de la Liberación y los movimientos que buscaban derrocar a las dictaduras. Él era una autoridad a nivel ideológico.
Como era la primera vez que me separaba de mis papás, fue realmente duro. Lloraba todas las noches en mi cama callado. Y no era el único. Escuchaba a otro y a otro.
Como niño no podía distinguir bien las cosas, sobre todo cuando empezaron las visitas del director al dormitorio. Yo pensaba que me pasaba solo a mí.
Los abusos empezaron después de unos tres o cuatro meses de entrar en el colegio. En esa época le decía a mi papá que me quería ir. Una vez incluso él dijo: ‘Esto es demasiado para ti, no te estás acostumbrando. Vámonos’.
Y cuando fue a hablar con el director, no sé exactamente qué le dijo, pero mi padre prometió que volvería en un tiempo prudente para visitarme y nunca más regresó».
Las visitas del director
«Recuerdo que una noche, obviamente ya cuando todo el mundo estaba durmiendo, incluido yo, sentí que empezaron a tocar mi cuerpo, mis partes íntimas. Recuerdo que la primera vez me sobresalté mucho, dejó de tocarme y se fue.
Pero después, no sé si al día siguiente o a los 2 o 3 días, me llamó a su cuarto para decirme que quería hablar conmigo. Cuando fui, empezó a tocarme otra vez, él comenzó a desvestirse, a hacer que le tocara. Yo con la sorpresa, no sé cómo llamarlo, recuerdo que su cuarto era prácticamente penumbras, con una lamparita al lado de su cama.
Alguna vez leí que hay una situación tal de diferencia de poderes… Un director con formación y un niño de 11 años es realmente una situación de mucha asimetría, mucha inequidad. Tú no sabes cómo actuar, no sabes cómo reaccionar. No sabía exactamente qué era lo que me estaba pasando.
Cuando volví al dormitorio, nadie me dijo nada, nadie decía nada. Y otras veces, igualmente a altas horas de la noche, cuando estaba durmiendo, me sacaba de mi cama y me llevaba en brazos a su cuarto y otra vez empezaba con sus tocamientos, con la felación que me obligaba a hacerle.
¿Cómo le podría haber dicho esto a un compañero? ¿O a mi papá? O de repente debí haberlo hecho. Es que otra vez yo me digo: a esa edad…
Además, toda mi familia estaba a más de 200 kilómetros. No había teléfonos, una carta llegaba a mi pueblo después de 2 o 3 semanas. Cuando había que llamar urgentemente, tenías que ir hasta otra provincia para llamar por el sistema de telefonía rural. Estaba totalmente solo, indefenso. ¿A quién le iba a contar? Aparte de la vergüenza que sentía por todo eso que estaba pasando».
«No sé cómo definirlo exactamente, pero lo que más recuerdo es el asco. Hasta me cuesta decirlo. Estaba lleno de vellos. La única palabra que se me ocurre es que era asqueroso, porque además olía horriblemente…
Y también tenía mucho miedo, mucho miedo de perderme aquella oportunidad.
En el segundo año, un exalumno que había egresado mucho antes y trabajaba en el colegio también intentó abusar de mí. Se me acercó en una ocasión y me llevó a los baños. Primero me asusté, empecé a golpear la puerta y salí. Nunca más lo intentó, pero después no tenía la cara de hablarme.
Empecé a tener problemas de sueño. De hecho, no sabría decir qué eran, pero me daban unos frascos en la enfermería para que yo pudiera tomarlos. Cuando sabes que este tipo de cosas te pueden ocurrir, pasas en vigilia uno o dos días. Y de repente no pasa nada. ¿Cuál es tu opción? Tienes que seguir.
Creo que ninguno de los compañeros que sufrieron lo mismo pudieron dormir con tranquilidad mientras estuvieron allá.
Aunque mi rendimiento académico se vio afectado, pesaba más el miedo a regresar a mi pueblo como un fracasado. Mis padres y mis hermanos le dijeron a todo el mundo que yo me estaba yendo a estudiar lejos porque era el mejor alumno. Y volver allá no era una opción, no podías permitirte suspender porque el castigo era irse.
Al colegio lo llamaban la ‘Pequeña nueva Bolivia’, porque formaba personas que iban a propiciar el cambio de una Bolivia diferente. ¿Pero cómo te puedes sentir como un factor de cambio si en la estadía que te tocó vivir te hicieron sentir como poco menos que basura? Esa dicotomía ha sido una lucha interna para cada uno de los que hemos sufrido estos abusos».
El abrazo
«En mi caso, los abusos ocurrieron principalmente durante los dos primeros años. Recuerdo que una vez cuatro o cinco compañeros nos escondimos en el entretecho del dormitorio y hablamos de estas cosas. Ninguno dijo: ‘Me pasó a mí’. Todos decíamos: ‘Le pasó a tal’. Probablemente todos los que estuvimos allí éramos víctimas.
Al día siguiente, nos llamó una profesora y nos preguntó por qué estábamos hablando de estas cosas. Nosotros le dijimos lo mismo, que habíamos escuchado que a tal persona se la habían llevado por la noche, pero nunca dijeron nada, nunca hicieron nada.
Yo huía cuando veía al director de día. Pero cuando ya era un poco más grande, no teníamos contacto, supongo que él mismo se cuidaba. En el tercer año los cuartos quedaban en otro lugar, los más grandes estaban lejísimos de los dormitorios de los pequeños, así que nunca vi que le pasara esto a otra persona.
En mi último año del colegio, un día el director me dio un abrazo muy fuerte y me dijo que lo ayudara, que estaba enfermo y que no podía con todo eso. Recuerdo que sentí ganas de darle un empujón, quería apartarme de su abrazo.
Siempre pensé que en algún momento podría vengarme o tomar revancha. Tenía un rencor, una rabia de acordarme de todo eso. Y pasó en la peor época de mi vida, cuando estaba apartado de mi familia.
Hubo un año en el que lo sacaron del colegio, entre el 83 y el 84, y lo llevaron a las minas. Nos dijeron que estaba yendo a conocer la realidad de los mineros, pero después nos enteramos que lo habían castigado, o lo habían intentado castigar, por todos estos hechos. De todos modos, volvió al colegio.
Unos meses antes de graduarme, me llamó a su despacho y me invitó a ser parte de los jesuitas. Esa fue la única vez que conversamos. Nunca pude encararlo y decirle: ‘Pues esto fue lo que tú hiciste’. Simplemente le dije que no aceptaba y que tomaría mi propio camino».
“¡Al fin!”
«Yo tenía 17 años cuando salí del colegio. Algunos compañeros me preguntaban por qué no volví nunca más. Cumplí mi sueño y el de mis padres de ser bachiller y terminar fue como decir: ‘¡Al fin!’.
Recuerdo que había una posibilidad de seguir estudiando en la universidad a través de un voluntariado de los mismos jesuitas. Y la condición era que teníamos que hacer un año de voluntariado, pero yo dije que no.
Cuando volví al pueblo, vivía con la dicotomía entre sentirme orgulloso y sucio, como si hubiera pagado con algo que realmente era asqueroso. Si alguien se enteraba de aquello, ¿cómo me iba a sentir? ¿Qué cara iba a poner?
Mi autoestima se fue por los suelos. La gente me decía: ‘¿De dónde te sale esa autoestima tan enfermizamente baja?’. Yo no sabía por qué.
Es algo que llevas inconscientemente y lo vas a expresando con cierto tipo de actitudes y decisiones. Una baja autoestima mezclada con desconfianza. Por ejemplo, en un trabajo en equipo, yo sentía que nadie lo podía hacer mejor que yo. Entonces pensaba que mi problema no era de autoestima, sino más bien de arrogancia.
Reconocer esas actitudes de prepotencia me hizo ver que todo era una especie de coraza o escudo para no mostrar mi baja autoestima.
El hecho de que no lo pudiéramos expresar es uno de los poderes que tiene un perpetrador, el de saber identificar cómo lo va a hacer y cómo va a actuar. Él se daba cuenta de la fragilidad de un niño, de su absoluto estado de indefensión.
De hecho, era psicólogo y daba la materia de psicología en el colegio. Eso debe haberle ayudado.
Ahora que soy mayor, pienso: ¿Cómo no puede haber una estructura que le haya encubierto? ¿Cómo puede ser que en sus diarios el perpetrador reconozca que ha abusado de estos niños y sus superiores le digan que ha sido un desliz? Ha sido sistemático durante muchos años y también fue sistemática la protección de toda la estructura de los jesuitas con él.
Era un secreto muy feo que yo tenía que guardar. Creo que por eso no tuve el valor de conversarlo después de ser bachiller con nadie, porque de verdad pensaba que yo era el único».
El secreto
«Mis papás fallecieron sin saber nada de esto. La primera vez que hablé fue hace poco, el año pasado, después de que salió el diario y se lo conté a mi esposa.
En principio lo negué, pero después pensé que una de las mayores traiciones que habían cometido los jesuitas como institución fue abusar de la confianza que mis padres depositaron en ellos. Por supuesto, también fue una traición hacia mí como persona.
Esto no se puede repetir por mis hijos. Todo eso me dio valor para hablar.
Cuando le dije a mi esposa que fui una de las víctimas, sentí mucho cariño, sentí que me abrazaba con su alma y su corazón.
Cada vez que lo digo, siento que me libero de un gran peso de encima. Hay que trabajarlo, quizás toda la vida, en el sentido de que vas sacando sentimientos, poco a poco vas vaciando toda esa rabia, todo ese dolor.
Después de hablar con mi esposa, contacté a la comunidad de sobrevivientes.
Es muy importante saber sobre lo que vivieron otros compañeros con los que conviví en el colegio, y que jamás se me había ocurrido que podían haber pasado por lo mismo. Poder hablarlo es parte de un principio de sanación.
Todo esto también cambió mi relación con Dios. Mi familia y yo éramos muy católicos, muy creyentes en algo más grande que nosotros. Estaba convencido de que los representantes de eso más grande estaban en la Iglesia.
¿Cómo puedes desconfiar de una instancia que dice representar al mismísimo Dios, en el que has creído toda tu vida?
Creo en Dios, pero pienso más en un Dios con el que puedo conversar directamente. Puedo verlo en el universo, en la naturaleza, en la gente buena. Pero ir a la Iglesia, no puedo.
Para mí la Iglesia dejó de ser un interlocutor frente a Dios».