Aliados de las epidemias

Aliados de las epidemias

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao entró en la notaría casi al mismo tiempo que Dihigo y Valdivieso. Llegó unos minutos antes que los bayameses. Todos se sentaron en la sala de espera. –   ¿Descansó usted, doctor Ubrique?   Si, dormí profundamente y desayuné muy temprano. Dihigo se volvió hacia Valdivieso mientras dedicaba una amplia sonrisa al húngaro.  

– Nosotros también descansamos anoche y desayunamos a primera hora. –   ¿Señores, desean ustedes que le sirva el café? El licenciado Menocal no tardará en llegar. El jovencito se inclinó cortés ante los tres visitantes y se retiró a la parte trasera de la casa.   – ¡Qué interesante es el relato de la francesa! Desde luego, la revolución social en Rusia no puede compararse con la revolución cubana. Todo lo ocurrido en esta Antilla mayor es diferente de lo que se vivió en Europa, sentenció Dihigo enfáticamente. –   Señor Dihigo, he leído que un dirigente del Partido Comunista Cubano declaró: «Cuba es el país de la ciguaraya». ¿Qué quiere decirse con esa frase?

El licenciado Menocal apareció tras el biombo de madera y cristal con un elegante maletín en su mano derecha. –  

Buenos días tengan todos los presentes, dijo pomposamente, como si fuera un ministro metodista. –   Buenos días, primo.  –  Buenos días, licenciado.   – Buenos días Menocal. –   Pasen todos a mi despacho, caballeros. Otra vez, como si se tratara de una consigna, los cuatro hombres ocuparon las mismas posiciones en el salón. Menocal, detrás de su escritorio; Ladislao, enfrente de él; Dihigo y Valdivieso, en el sofá. El joven auxiliar colocó una bandeja con vasos y tazas sobre la mesa contigua al sofá. Después se deslizó silenciosamente al recibidor.   – Parece que lo de ayer ya fue investigado por la policía. El paladar de Amantina está abierto. La gente circula normalmente por la calle. No creo que hoy llueva tanto como anoche. Menocal hablaba con breves impulsos regulares; parecía que recitaba un boletín de prensa; en realidad era un procedimiento ceremonial para conectar el día anterior con el siguiente. Menocal abrió la puerta de la caja, sacó el legajo, lo puso en el escritorio y lo empujó hacia Ladislao. –   Continuaremos la lectura de los documentos. Puede comenzar doctor.

Ladislao apartó las tapas del legajo; había hecho una pequeña marca con lápiz en el punto donde suspendió la lectura después de conocerse la noticia del cadáver con la boca llena de hormigas. Inclinándose sobre los papeles, empezó a leer: «El continuo traqueteo del tren tuvo para mi el efecto de una música de relajación. Dormí durante varias horas. Desperté cuando el tren se detuvo. Al abrir los ojos topé de nuevo con el bigotudo, frente a mí, con su mirada de acero.   – Es la estación de Zurich, explicó; no tendrán que bajar; el mismo tren continuará el viaje hasta la frontera con Austria; pueden aprovechar ahora para ir a los lavabos.» –   Doctor, la ciguaraya es una planta medicinal propia de Cuba. Tiene flores colgantes en racimos y unas cápsulas rojizas. La expresión indica que aquí las cosas se resuelven de una manera especial, única, inesperada. Los gallegos viejos decían: «en Cubita la bella todo es distinto». Desde la música y la comida hasta los negocios, la política y las mujeres. La ciguaraya es oriunda de Cuba; algo así como un distintivo o insignia particular.

Cuando Dihigo terminó de hablar Valdivieso reía alegremente; y Menocal, quien también reía, dijo: por favor, debemos continuar. Ladislao dio las gracias a Dihigo y volvió a leer: «El tipo de la gorra aprovechó la pausa para decir al bigotudo: en San Petersburgo los crímenes políticos son asuntos cotidianos. Los cadáveres aparecen en los puentes, flotando en los canales, a orillas del río, en el empedrado del muelle. Cualquier artesano se venga de un cliente presuntuoso y lo acuchilla en la madrugada mientras la gente duerme. Las autoridades estimulan el odio de clases; es el motor de la revolución. Ese ambiente permite implantar el terror. Los políticos y la policía secreta hacen lo suyo también. Pagan a un jornalero, por ejemplo, para que asesine a un periodista. Matan a un comerciante viudo para ocuparle el establecimiento y quedarse a vivir en él con la familia entera y algunos vecinos del difunto. Los políticos tienen sus propias bandas de forajidos. Hay que limpiar los canales a diario porque el hedor de los muertos se renueva continuamente. Los médicos entienden que podrían desarrollarse epidemias peligrosas con el cambio de estación. Un pope de San Petersburgo escribió a un ruso que vive en Suiza dando estas informaciones. Afirma que los políticos son aliados de las epidemias. Y que mientras dure la guerra civil no habrá producción regular de comida, ni empleos, ni seguridad».

 –  Licenciado Menocal, dijo Ladislao interrumpiendo la lectura, ¿en Santiago de Cuba circulan libros prohibidos por el gobierno?   – Doctor, el gobierno no prohíbe libros; prohíbe los actos contrarrevolucionarios. ¿Por qué pregunta eso? –   Lo pregunto porque me han dicho que un libro azul, titulado La mala memoria, lo están leyendo clandestinamente en Santiago. –   ¿Quién es el autor del libro; es cubano? –   Sí, un cubano; se llama Heberto Padilla. Un exiliado que escribió Fuera del juego, unos poemas que se consideraron contrarios a la revolución. Sostiene que en Cuba la cultura la dirigen el ejército y la policía; que el Comandante sigue en esto el ejemplo de los chinos.   – Entonces, doctor, se trata de un verdadero enemigo del Estado. Santiago de Cuba, 1993.

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