POR GRACIELA AZCÁRATE
Lo que viven esas madres, su sufrimiento, y su coraje, no puede provocar indiferencia. Esta es la única razón que me llevó a aceptar esta entrevista. Es necesario que ustedes los periodistas, cumplan también con su deber: hacer conocer lo que padecen estas mujeres. No tenemos derecho a callarnos. Sea lo que fuere lo que hayan podido hacer las personas secuestradas, y ni siquiera busco enterarme de ello, no hay derecho a torturar, tal como se hace a esas mujeres.
Dios pedirá cuentas algún día y compadezco a quienes tendrán que responder por esos sufrimientos Testimonio de Alice Domon tomado del libro de Jean Pierre Bousquet Las locas de Plaza de Mayo
En los coctéles celebrados entre la plana mayor de militares, marinos y aviadores del Proceso de Reorganización Nacional, en la Argentina de 1978, con el mayor cinismo y riéndose, entre whisky y whisky la apodaron La monja voladora.
En esa Argentina perversa, esquizofrénica, y psicópata se veía de lo más que se yo divertirse con la idea de una misionera francesa que por los aires pagaba con su vida la convicción de ir ahí donde no haya nadie de la Iglesia.
Porque Alice desde niña caminó descalza ensayando su futuro de misionera.
LA familia Domon habitaba una gran casa de dos pisos en el pueblo de Charquemont, en Francia en la región de Doubs que limita con Suiza. Alice Domon nació el 23 de septiembre de 1937 y desde niña jugaba con sus primos, simulando que era una misionera que viajaba a la India. En 1957 entró al convento de La Motte en Toulosse, donde tenía sede la Congregación de las Hermanas de las Misiones Extranjeras. La orden había sido fundada a principios de la década de 1930, por el padre Nassoy, francés y por Dolores Salazar de Fraser, una rica estanciera argentina quien heredó una fortuna al morir su marido en un castillo de la Costa Azul y que decidió invertir la herencia en la orden además de tomar los hábitos.
En el pueblo de Charquemont también nació Leonie Duquet quien acompañó a la madre Dolores, en 1949 a la Argentina para fundar la primera casa argentina de la orden. En esa familia también había dos monjas y fue a través de ellas que Alice Domon se acercó a la congregación. Su familia la recuerda alegre, con la música sonando muy fuerte en su habitación y ella preparando el viaje cuando fue admitida en la orden y en el convento de La Motte. Pasó ocho años con la congregación en Francia hasta que la madre Dolores la consideró lista para salir de misionera. Aunque prefería viajar a la India aceptó de buen grado su primer destino: llegó a Argentina en 1965. Se reunió con Sor Leonie Duquet y su primer trabajo fue enseñar catequesis a niños mongólicos en la casa de la diócesis de Morón, un pueblo suburbano del oeste. Vestía el hábito bajo el nombre de Sor Cathy y tenía 28 años.
Era alta sólida, bien formada, sus amigos y compañeros apreciaban su vitalidad, su salud, su sentido del humor y su sensibilidad, por eso buscaban su compañía.
La hermana Monserrat, era una española que había llegado a la Argentina con la congregación en 1951, y un buen día se preguntó por qué no había monjas en las villas miseria. Con Alice, que se ofreció de acompañante empezó a ir a la de Villa Lugano, en la Capital Federal donde el padre Héctor Botán tenía una capilla de socorro y una sala de primeros auxilios. Yo era un cura párroco de la villa cuando vinieron en 1969. Cathy trabajaba cerca de los pobres por solidaridad humana. Nunca la ví en una asamblea política, Por eso era más libre, no pensaba en las medidas de seguridad para su protección. Las dos hermanas vivían en una casilla atrás de la casa de primeros auxilios que yo había refaccionado.
Su tiempo libre era para socorrer a los habitantes de la villa. Simplemente nosotras acompañábamos a la gente a sacar sus documentos u otros trámites complicados, íbamos con ellos al hospital, nos quedábamos con los chicos cuando las madres no estaban: pequeños servicios de buen vecino recordó Sor Monserrat en una entrevista que le hizo el periodista Carlos Gabeta para escribir su libro: Todos somos subversivos
Alicia era muy querida en la villa y muchas veces su compañera se quedaba esperando para almorzar porque ella era a menudo invitada por los vecinos de la villa. Comía lo que habían juntado los villeros en los basurales de la zona, dice el abogado Horacio Méndez Carreras, abogado de las familias Domon y Duquet: Para ella era como una comunión. Una vecina de Villa Lugano dijo: Era una mujer que nos dejaba crecer.
Mientras tanto, otra hermana francesa de la congregación, Yvonne Pierron, se había establecido en un pequeño pueblo de Perugorría en la provincia de Corrientes. Allí el Obispo de Goya, Monseñor Devoto, había ayudado a establecer Las Ligas Agrarias para proteger los derechos de los trabajadores tabacaleros. En 1974, Alicia viajó a ese pueblo pero ya las Ligas Agrarias casi habían sido desarmadas por el gobierno de Isabel Perón. Sin embargo Alicia ayudó a la familia del delegado gremial en tareas del campo puesto que ella misma provenía de una familia campesina. Los jefes militares de la zona se disgustaron con su presencia y amenazaron de muerte al delegado gremial. En 1977, Alica dejó Corrientes y regresó a Buenos Aires para no poner en peligro la vida del gremialista. Inmediatamente se incorporó al grupo de las Madres de Plaza de Mayo que estaba recién conformándose. En los ocho últimos meses de su vida llevó socorro a diferentes necesitados además de las Madres de Plaza de Mayo. Hasta el propio día de su secuestro cumplía con una misión para aliviar los tremendos problemas de la comunidad paraguaya, ocupándose especialmente de la prostitución. La hermana Monserrat, antes de morir en 1979, dijo en una entrevista: Cuando Cathy comenzó a a ayudar a las prostitutas paraguayas yo la seguí, pero no me atreví cuando empezó con las Madres de Plaza de Mayo.
El único periodista que logró una entrevista con Alice Domon fue el corresponsal de France-Presse. Jean Pierre Bousquet que la conoció cuando en representación del Movimiento Ecuménico de los Derechos Humanos participó junto a Las Madres de Plaza de Mayo en una marcha hacia el Congreso.
En su libro Las locas de Plaza de Mayo la describe así: Nada en ella llamaba la atención a primera vista, parecía más bien un poco ruda, pero cuando se dirigía a alguien a quien amaba tenía en su mirada una luz muy dulce.
Ella le habló de su trabajo en Perugorría y en el Chaco, así como el trabajo que la congregación le había encomendado entre la comunidad paraguaya de Buenos Aires, pero sobre todo insistió con Las madres de Plaza de Mayo
Dijo: Me enteré de que el Movimiento Ecuménico, que se ocupa de ellas, necesitaba ayuda y no dudé.
Con gran lucidez describió su trabajo: Yo no juego ningún rol. No soy más que una simple religiosa de las Misiones Extranjeras que ha hecho el voto de llevar asistencia a los habitantes desesperados de su parroquia No hago política, no es mi función. No pretendo en absoluto cambiar la sociedad, ni siquiera estoy de acuerdo con la tendencia tercermundista de la Iglesia, pero considero que no podemos estar ausentes allí donde hay gente que sufre
No se trata de derramar buenas palabras, de tener una expresión de consuelo y luego desinteresarse de su suerte. Se trata de estar con ellas, de ayudarlas material y espiritualmente. Basta que yo viva mi vida a su lado, que ellas comprueben que yo, religiosa, estoy con ellas y en perfecta concordancia con mi vocación.
El jueves 8 de diciembre de 1977, un grupo de madres y familiares de desaparecidos fueron secuestrados en la Iglesia de la Santa Cruz por el Grupo de Tareas de la Marina. Alfredo Astiz, alias Cuervo, Angel Rubio o Angel de la Muerte se infiltró en el grupo, las marcó con un beso como Judas y organizó el secuestro de doce personas integrantes de aquella reunión entre las que se encontraba Alice Domon, de cuarenta años . Leonie Duquet, de sesentaiún años, fue buscada en Ramos Mejía por parapoliciales en un Ford Falcon que horas antes secuestró a la madre Azucena Villaflor. La llevaron engañada, le dijeron que Alice estaba en el hospital y la llamaba.
Los sobrevivientes cuentan que las dos monjas estaban desorientadas, no entendían dónde estaban pero se portaron con gran valentía. Fueron torturadas con la picana eléctrica porque un guardia les recomendó no beber agua, Alice Domon tenía la cara destrozada a golpes, un ojo cerrado y la monja mayor estaba aterrorizada pero recordaba que era domingo, el día del Señor y que había que orar. La presión internacional del gobierno de Francia aceleró la desaparición de las dos mujeres. Los traslados nocturnos de la ESMA se efectuaban los miércoles por la noche, los diez argentinos secuestrados en la iglesia Santa Cruz fueron arrojados vivos esa misma noche en aguas del Océano Atlántico desde un avión de la Marina de Guerra que despegó del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires. Testigos sobrevivientes dicen que a las monjas, un médico de la ESMA las adormeció con pentonaval y fueron llevadas en un camión al Apostadero Naval de San Fernando. Sus cuerpos semiinconscientes fueron amarrados a cadenas de ancla para asegurar que se hundieran hasta el fondo del río Paraná.
Probablemente fueron arrojadas con vida desde un barco de la Prefectura. Al regreso también hubo testigos: a la madrugada, dos oficiales volvieron a la Escuela con los zapatos embarrados, comentando fríamente que habían encontrado una buena laguna en el Delta del Paraná para tirar los bultos, pero que al regreso habían encallado y que en el camino descubrieron un barco semihundido que podía ser desarmado y con el desguace sacar un buen dinero.
El pasado 5 de julio Las madres de Plaza de Mayo, HIJOS, varios organismos de Derechos Humanos junto al equipo de Antropología Forense de la Universidad Nacional de Buenos Aires dieron a conocer el resultado de varias investigaciones y confirmaron el hallazgo de las osamentas de tres madres pertenecientes al grupo de la iglesia de la Santa Cruz que fueron arrojadas al océano y aparecieron en las playas de San Clemente del Tuyú. Los hijos sobrevivientes encontraron a sus madres enterradas en oscuros cementerios de pueblo en tumbas sin nombre.
La voz y el clamor es unánime. Como el de aquellas mujeres que relató Margaret Randall, encerradas en las cárceles somocistas que coreaban: ¡Todas estamos despiertas! las de ahora, las de ayer, las que vienen de un olvido de casi treinta años, esas, a pesar de la muerte y el silencio gritan a coro: ¡ Todas somos subversivas!