No bastará jamás la fuerza militar, ni los límites territoriales para hacer la nación. Una nación-estado es fundamentalmente un “sentimiento del nosotros”: Un sentido de pertenencia y ligazón afectiva al territorio y al grupo. Pero sobre todo, un compromiso emocional estable y duradero con un gran propósito común.
La nación se concibe como un grupo debido a los elementos afectivos de vinculación territorial y consanguínea. En cambio, una multitud, un conglomerado (como muchos partidos) tienen a lo sumo un interés semejante: cada individuo “procura lo suyo”. En cambio, grupos de amigos o correligionarios pueden tener “interés semejante” de mejorar su país, y también el “interés común” hacerlo y disfrutarlo juntos.
En nuestros países, el mercado capitalista puede mantener abundancia, paz, orden y precios relativamente bajos en determinadas circunstancias, pero no asegura, ni se propone, el bienestar para todos los ciudadanos.
Las grandes ofertas de los anunciantes exacerban conductas agresivas reprimidas por carencias prolongadas y desesperanzadas de los que carecen de poder de compra.
En países pobres y semi-analfabetos, el consumismo, como fenómeno estructural y cultural, produce debilitamiento de los sentimientos comunitarios y de identidad. Los vínculos e intereses colectivos, y los propósitos comunes se diluyen en la lucha por la supervivencia en un ambiente de inseguridad física y alimentaria.
El consumismo como propósito fundamental de vida de individuos y pueblos anula sentimientos de afectividad, identidad y pertenencia. La patria pierde su sentido y razón de ser y se convierte en un mercado nacional impersonal, anónimo e inmisericorde, que es nacional tan solo porque el Estado mayormente asume el papel de reglamentar localmente los propósitos e intereses individuales, no porque ello sirva a un propósito colectivo o nacional alguno.
Una nación tiene “un alma” en la medida en que sus ciudadanos tienen sentimientos y propósitos unificadores. Cuando predominan propósitos individuales semejantes, no para beneficio común, la nación no existe.
Entonces, la competencia teóricamente sana se convierte en salvaje y la nación tiende a diluirse, a “hacerse líquida”, y como cangrejos en una lata, cada cual intenta sobrevivir individualmente, a costa de los demás, con los cuales es incapaz de coordinar la salida de todos.
En ausencia de metas nacionales comunes, las conductas individuales se dispersan, la muchedumbre, emocionalmente solitaria, improvisa conductas a menudos disparatadas y lesivas al conjunto societal. La delincuencia se hace normal, la desviación y la dispersión son la norma y no hay posibilidad de retomar el control en el mediano plazo. En estas circunstancias, la policía y los cuerpos de seguridad también andan en pos de su propia supervivencia (a menudo de tipo individual), en una lucha en la que muchos sectores e individuos saben o piensan que no podrán salir a flote. No existe, por otra parte, manera de llamar al orden, ni cuerpo represivo o policial capaz de ejecutar la orden.
La tendencia es que las brechas de pobreza, tecnología, información y conocimiento se irán agrandando. En estas circunstancias la corrupción administrativa es criminal. Se requiere una política agresiva, responsable y programática del Estado para evitar el desastre.