Almas tuertas; mentes torcidas

Almas tuertas; mentes torcidas

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
El jugador vive dominado por la pasión del juego. Todo aquel que haya entrado a un casino con mesas de póquer y ruletas ha visto las caras tensas de los jugadores, en actitud de alerta perpetuo. Lo mismo ocurre con el científico, obsesionado por la pasión de investigar. Ambos tienen la vista fija en los resultados finales. El premio es ganar, en el caso del jugador; y el regalo de oro, en el caso del científico, es la iluminación producida al desentrañar un misterio de la naturaleza, al encontrar en los objetos «una regularidad». 

Los escritores todos: poetas, novelistas, dramaturgos, ensayistas, son seres movidos por la pasión de expresarse.  Creen que sus esfuerzos de creación verbal lograrán «el premio» de la comunicación universal; suponen que mediante el uso disciplinado de la lengua podrán formular verdades, expresar belleza artística, derramar jugos concentrados de humanidad e inventar conceptos y sentimientos nuevos. 

Son optimistas incorregibles. Por eso son capaces de realizar un trabajo cuesta arriba, en las peores circunstancias económicas, sociales o políticas. El escritor carga su piedra al hombro, tira de ella con una cuerda y la arrastra, la mueve mediante una palanca o la trepa sobre una carreta. Lleva la piedra de su vocación como un penitente medieval. Esa locura asordinada suele dar frutos intelectuales, sentimentales, de invención cultural.  Y es la causa por la cual los poetas y pensadores actúan sobre la lengua, potenciándola, enriqueciéndola, articulándola. La pasión, la ingenuidad, la generosidad de los artistas de la palabra, les hace creer que conseguirán enunciar verdades y edificar belleza con sentido y significación trascendentes.

Las lenguas modernas de Occidente surgieron de la corrupción de las antiguas. Los hablantes, en conjunto, paren los idiomas y los despedazan y los vuelven a componer, en una tarea circular sin término. El hombre común pelea, comercia, se divierte y sufre en la lengua que habla. Los hombres también, como las divinidades hindúes, crean, conservan y destruyen, alternativamente. Los escritores son almas tuertas que solo ven un lado de las cosas: el de la armonía estética y la comprensión de la realidad. Los escritores pueden subrayar cualquier costado de la vida, sea el aspecto exultante o el lamentable y depresivo; pero, en uno y otro caso, están convencidos de que predican verdades acerca del mundo y de la vida humana. No dudan de los resbaladizos medios que ofrece el lenguaje para expresar nuestras opiniones. 

La relación entre las palabras y las cosas que ellas nombran es una antiquísima preocupación de los pensadores. Aparece en la milenaria cultura china, en las reflexiones de los filósofos griegos del siglo IV antes de Cristo. Incluso en la Edad Media -llamada edad de la fe- encontramos dudas sobre la idoneidad y eficacia de la lengua para llegar a certidumbres de la clase que llamamos ontológicas. Filósofos y científicos no se cansan de discutir acerca de los fundamentos de la epistemología o, si se quiere, de la teoría del conocimiento.  En ese movedizo terreno ha penetrado recientemente la filosofía del lenguaje, poniendo en aprietos a los escritores tradicionales. Los viejos gramáticos y lexicógrafos tuvieron dignos herederos en los filólogos. Los primeros estudiaron las estructuras de las frases en una lengua específica y sus modos de flexión; los segundos examinaron las palabras individuales y determinaron las raíces y la procedencia de cada una. Los filólogos, además de adquirir los conocimientos de gramáticos y lexicógrafos, intentan exprimir el significado de los textos y sorprender su evolución en la historia. Reglas gramaticales y diccionarios -colecciones de vocablos- son meras herramientas para el filólogo historiador de las letras. 

El lingüista -filósofo del lenguaje y sucesor del filólogo- pone en tela de juicio la utilidad de la lengua para construir enunciados verdaderos. Las lenguas son hormas sintácticas que falsifican el pensamiento racional y nos impiden el conocimiento. Un ejemplo de esta posición extremista lo ofrece la celebre anécdota de la riña entre Karl Popper y Ludvig Wittgenstein. Este ultimo amenazó a Popper con golpearlo con una varilla de hierro -un atizador del fuego de las chimeneas- por afirmar que era posible la filosofía, esto es, formular proposiciones validas sobre la «realidad exterior» al sujeto.  El lingüista empieza por dudar del instrumento mismo con el cual debemos expresar nuestras «certezas» y creencias. El lenguaje es, para los lingüistas contemporáneos, un engañador del intelecto que nos permite tan solo elaborar «discursos»: un discurso metafísico, un discurso ontológico, un discurso sociológico, un discurso estético, etc., etc. Los pobres escritores -poetas, novelistas, filósofos, ensayistas, dramaturgos- no redactan otra cosa que «discursos», opiniones, reacciones, impresiones.  Con todos ellos puede hacerse una compilación de «doxografias» respetables, sea por razones de clase social, de difusión o antigüedad. Pero no les parece apropiado concederles el carácter de verdades racionales.  Los poetas son tan confiados, que se «entregan» al lenguaje; los lingüistas, por el contrario, desconfían del lenguaje hasta el punto de considerarlo un «impedimento» de la intelección.  Mientras los científicos se empeñan en demostrar que el valor de sus conocimientos consiste en que pueden convertirse en técnicas aplicadas, literatos y lingüistas celebran un duelo terrible entre almas tuertas y mentes torcidas. Uno de los primeros en darse cuenta del desarrollo de esta aberración fue el novelista Saúl Bellow. Vio claro que los académicos especialistas en letras, lentamente, desplazaban y empequeñecían a los escritores. Los lingüistas estaban en camino de llegar a ser los «verdaderos» profesionales de la literatura; en tanto que los autores tradicionales, narradores, poetas, pensadores, serían calificados por los estudiantes como unos simples «aficionados».

henriquezcaolo@hotmail.com 

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