Almendras, no sólo en dulcería

Almendras, no sólo en dulcería

MADRID (EFE).- En cuestiones de gusto o, más bien, de hábitos gastronómicos, intervienen muchos factores psicológicos, y uno de los más poderosos es la asociación de un determinado ingrediente a un tipo de cocina concreto; es el caso de las almendras, que generalmente se asocian con algún postre.

Es muy antigua la utilización de las almendras, ligadas desde hace muchos siglos a la miel, en la preparación de postres, primero en la cuenca mediterránea, donde el almendro es parte integrante del paisaje, y después en el resto de las cocinas occidentales.

Toda la dulcería tradicional de los países mediterráneos gira en torno a la almendra; bastará citar dos cosas tan españolas, aunque aún no haya seguridad en cuanto a su origen, como esas golosinas navideñas que son el mazapán y el turrón. En los países del Magreb, la almendra también desempeña un papel básico en los postres.

Pero la almendra es algo más que una golosina. Hay que señalar su alto poder calórico: cien gramos de almendras proporcionan nada menos que 350 calorías. Por otra parte, su contenido en proteínas ronda el veinte por ciento, tienen más calcio que la leche, un alto contenido en hierro y fósforo… No todo lo que contienen es tan positivo: en las almendras amargas hay rastros de ácido prúsico, por otro nombre cianuro de hidrógeno; siempre se ha dicho que el cianuro huele, precisamente, a almendras amargas.

El caso es que la almendra interviene también en platos que no son precisamente postres. En la cocina catalana es, muchas veces –en otras ese papel se confía a la avellana–, parte fundamental de la ‘picada’, ingrediente importantísimo en esa cocina y que, básicamente, consiste en un majado de ajo, pan tostado, aceite de oliva, almendras, alguna hierba aromática y alguna especia. Tiene un papel de espesante y aromatizante.

El caso más claro de incorporación de la almendra a la comida no dulce es una especialidad malagueña llamada ajo blanco. Es una sopa fría, veraniega, una versión ‘sui generis’ del gazpacho, en esta ocasión de color blanco. Hoy se prepara poniendo más el acento en las almendras –hay una versión, deliciosa, con piñones de pino– que en el ajo, que sólo es un matiz.

Está muy rica, y refresca; es una perfecta entrada para un menú veraniego. Hay que moler, en mortero, batidora o robot, ustedes verán, unas cuarenta almendras crudas y peladas. Logrado esto, incorpórenles cuatro rebanadas de pan –pueden usar pan de molde–, sin corteza y previamente remojadas en agua con una cucharada de buen vinagre.

Sigan triturando todo, y añadan ahora un diente de ajo –antes se pondrían más; ahora basta con uno, del que, además, es bueno eliminar el germen central, para suavizarlo aún más–; salen todo, y sigan trabajando hasta conseguir una pasta homogénea.

Incorporen poco a poco cuatro cucharadas de aceite extra virgen, y sigan batiendo hasta que logren una textura similar a la de una mayonesa. Añadan agua fría hasta obtener la consistencia que deseen, y echen la resultante en una jarra de cristal –precisamente de cristal, para evitar sabores extraños– que guardarán en el frigorífico hasta el momento de servir; justo antes de hacerlo, vuelvan a batir el ajo blanco con una cuchara para homogeneizarlo nuevamente.

Esta sopa lleva ‘tropezones’: lo clásico es ponerle uvas lo más dulces posible, peladas; pero también le van muy bien, incluso hasta mejor, unas bolitas de melón, que hay que elegir también muy dulce.

Ya ven que el almendro, un bellísimo árbol, ofrece un regalo para la vista cuando florece, y otro para el paladar… incluso sin azúcar.

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