Alquimia interpretativa y autismo constitucional

Alquimia interpretativa y autismo constitucional

La mayoría de quienes han comentado la Sentencia TC/168/13 dictada por el Tribunal Constitucional (TC) se han concentrado en el objeto principal de la controversia que origina dicha providencia jurisdiccional: la cuestión de la adquisición de la nacionalidad por parte de una persona nacida de padres en un estatus migratorio de ilegalidad. Sin embargo, han hecho caso omiso de la trascendencia de esta sentencia en el plano de lo que debe ser la interpretación constitucional.

No voy a agotar el escaso espacio de esta columna repitiendo y reiterando lo que vengo diciendo desde la primera edición de mi manual de Derecho Constitucional en 2003 hasta las más recientes ediciones en 2010 y 2012, así como en el debate desatado por la referida sentencia del TC: la nacionalidad no solo es un atributo que el Estado confiere arbitrariamente sino un derecho fundamental de rango constitucional y supranacional; la nacionalidad por el ius soli se adquiere por el solo hecho del nacimiento, sin importar el estatus migratorio de los padres; extranjero en tránsito no es aquel que lleva décadas residiendo en un territorio sino aquel que, conforme establecen las normas internacionales, está de paso en un Estado; la Suprema Corte de Justicia en 2005 –como el TC ahora- incumplió la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el caso Yean y Bosico; y las disposiciones de la Constitución de 2010 respecto a la nacionalidad no aplican retroactivamente.

Tampoco voy a resaltar lo paradójico que resulta: un país cuyos ciudadanos emigran todos los días a otras naciones desarrolladas y cuyo Estado adopta decisiones que aplicadas a sus nacionales en el extranjero crearían protestas por doquier; una nación cuyos poderes estatales se consideran por encima del ordenamiento internacional, a pesar de que la Constitución, en su artículo 26, proclama que la República Dominicana es un Estado abierto a la cooperación internacional y apegado a las normas internacionales; y un país algunos de cuyos ciudadanos cuestionan la competencia de la Corte IDH, no obstante que el gobierno reconoció la competencia de la misma en 1999, que ha acudido en diferentes casos ante la misma y que, incluso, ha incorporado una juez dominicana representante en dicho tribunal.

Quisiera más bien referirme a cuatro aspectos fundamentales de la referida Sentencia que, a mi juicio, revelan el bamboleo interpretativo del TC, lo que Néstor Pedro Sagués ha denominado la “alquimia interpretativa” y Roberto Gargarella designa como el “maltrato constitucional” a que someten los textos constitucionales algunas cortes constitucionales. Y es que, como bien revelan los magníficos votos disidentes de las juezas Ana Isabel Bonilla y Katia Miguelina Jiménez, la Sentencia: (i) aplica retroactivamente el concepto de tránsito instaurado por el constituyente en 2010, a pesar de la claridad del artículo 110 de la Constitución; (ii) viola el artículo 74.4 de la Constitución, el cual obliga a una interpretación más favorable de quien pretende hacer valer su derecho a la nacionalidad; (iii) ex profeso y expresamente incumple la decisión de la Corte IDH no obstante que el artículo 7 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales establece que sus decisiones son vinculantes para todos los poderes públicos; y (iv) aplica erróneamente la doctrina del “estado de cosas inconstitucional” elaborada por la Corte Constitucional colombiana para extender los beneficios de una sentencia de amparo a casos similares pero no, como ha ocurrido aquí, para perjudicar personas que no han sido parte de una litis y que ahora se ven colocados en situaciones más restrictivas respecto al disfrute de su nacionalidad.

El TC olvida que, como bien ha dicho Perelman, “las decisiones de la justicia deben satisfacer a tres auditorios diferentes: las partes en litigio, los profesionales del derecho y la opinión pública, que se manifiesta a través de la prensa y de las reacciones legislativas que se suscitan frente a las sentencias de los tribunales”. Para lograr legitimidad, el TC debe convencer a sus auditorios de que sus decisiones son “equitativas, oportunas y socialmente útiles”. Y es que, a fin de cuentas, si el Tribunal Constitucional pretende convertirse en un “tribunal ciudadano”, debe estar en condiciones de convencer a la “comunidad de intérpretes constitucionales” (Haberle). Por eso, crea desconcierto y desazón cuando un Tribunal Constitucional decide ignorar las pautas que la propia Constitución establece para su correcta interpretación. Esos criterios no deben ser soslayados por un juez que actúa más bien conforme su ideología, sus pre-comprensiones, sus prejuicios (Haberle) -que, por demás, no son compartidos por los miembros de sus auditorios- y no conforme a una interpretación constitucionalmente adecuada.

Un tribunal que decide en función de plebiscitos, encuestas o aplausos cae en el populismo constitucional. Uno que desprecia las reglas del oficio hermenéutico aceptadas por sus auditorios, que se encierra en sí mismo y sus prejuicios, cae en el autismo, en el aislamiento y posteriormente en la irrelevancia política y social. ¡Ni populismo ni autismo! Queremos un TC que, como bien no se cansa de proclamar su Presidente, Milton Ray Guevara, sea un verdadero “espacio ciudadano e instancia de la democracia”.

 

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