Altagracia Andújar, una maestra

Altagracia Andújar, una maestra

LOURDES CAMILO DE CUELLO
T e levantaste muy temprano. Tu mamá permanece todavía entre todas las cosas que rodean a una anciana: su sillón, sus almohadas, su mesita de noche, sus chancletas y muchas pequeñas cosas que el tiempo acumula sobre el estrecho espacio de las mesitas de noche de las madres. Necesita de tu ayuda pues apenas puede caminar. Preparas su baño y te mueves rápidamente a la cocina por el desayuno. ¡Huy! Te duele la cabeza y piensas que con un calmante todo estará arreglado porque debes disponerte para ir al trabajo. 

Al fin sales con tu bulto de trabajo engordado por tantos papeles, caminas hasta la parada del autobús más cercana y esperas, con tu inseparable sombrilla, por una de las guaguas que sueles ocupar para trasladarte a la Secretaría. Llegas como siempre, alegre, dispuesta a la misión que satisfarás en las próximas horas.

Hoy te toca supervisar unas escuelas más allá de Altamira; sabes que a donde vas sólo se llega sobre animales de carga.  No te sientes bien, pero tienes que cumplir.

“No, no, no, a los niños y niñas no se les regaña por errores o equivocaciones; se les anima a corregirlos, a trabajar en grupos con otros niños y niñas para que los más adelantados ayuden a los más atrasados” eran tus palabras reiteradas una y otra vez en cada aula, en cada escuela donde más de un maestro o maestra traslada su propio drama y lo convierte en equívocos recursos pedagógicos.

Tarde, muy tarde, ya de noche, regresaste para volver al otro día a otras aulas, a otras escuelas para hablarles a los maestros y maestras del nuevo currículum, de los actos de habla, de los textos, de las competencias.

Mientras los dolores ahora se acercan al oído y el monstruo se te mete en el cuerpo.

Te mutilan, te hacen morir a pedazos y por partes, para que sigas viviendo. 

Nada te hizo cambiar. Generosa, fraterna, alegre, valiente. Maestra. Así fuiste hasta el final. 

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