Alucinación y realidad

Alucinación y realidad

«Documento, Rey del Mundo» andaba y desandaba las calles de Puerto Plata repartiendo nombramientos, destituciones, atribuyendo blasones y heredades. Su escritorio estaba debajo de las axilas, ahí protegía el legajo desordenado que contenía las referencias de su particular gabinete.

Vestía de blanco, una especie de bicornio le cubría la cabeza y decenas de medallas adornaban el enjuto pecho. «Documento» proclamaba la extensión de sus poderes en cada esquina y disfrutaba los beneficios de su reinado parapetado en el desván de la locura. La realidad era la propia. Más allá, la nada.

Adriano Castain Nano , otro egregio orate pueblerino estremecía con su erudición. No emitía decretos, ni mandaba, su poder estaba en el conocimiento. El límite de su mundo sólo él lo demarcaba. Entre respeto, burla, conmiseración y asombro la muchachada escuchaba sus exposiciones, sin fallas, acerca de cualquier acontecimiento histórico. Tal vez los dos, y por causas distintas, eligieron el misterioso recodo de la demencia como opción contra la represión y la adversidad. Aún inmersos en el infierno, o en el paraíso, de sus devaneos establecieron cotos infranqueables. Jamás se escuchaba de sus labios un «Abajo el Jefe!» Quizás el miedo conjure, por instantes, la desmesura de la alucinación. Sus padecimientos no los hacían temerarios. El atrevimiento estuvo en construir su realidad, para sobrevivir. Sus obsesiones y extravíos fueron intransferibles, aunque sus delirios públicos. No siempre ocurre así. Hay síndromes colectivos.

En Los Reglones Torcidos de Dios, Torcuato Luca de Tena recrea el caso de Dios Padre, entre los cientos de episodios protagonizados por enfermos mentales, recluidos en un sanatorio español. Sentado sobre una peña, el hombre de luengas y blancas barbas, predicaba con tal corrección y destreza que provocaba éxtasis, levitación. Dios Padre convencía. Pero Dios Padre había perdido la razón. Sin embargo, tenía discípulos, convencidos de la veracidad de su identidad y de sus promesas redentoras.

La percepción distorsionada de la realidad, tiene múltiples manifestaciones, algunas no obedecen a tribulaciones mórbidas. Los detentadores del poder, los políticos, por ejemplo, son cautivos de la interpretación errónea del entorno. Se ofuscan. Descartan señales que no son obra de la ficción ni de la perversión sino el resultado de tecnicismos válidos que la modernidad provee. Entonces la cordura desaparece. Los áulicos, lejos de fungir como vigías, asumen la ruta trazada por el prior aunque la meta sea el abismo. Se contagian, como en el caso de Dios Padre.

La política acepta la habilidad de sus oficiantes para fingir y disimular. Maquiavelo consigna en El Príncipe: «Los hombres son tan simples y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar.» Los principios de propaganda y publicidad validan lo escrito en el siglo XVI.

Pero cuídese el soberano del exceso en la engañifa y la fantasía porque puede ocurrirle aquello que advierte el sagaz florentino a Lorenzo de Médicis: Si el Príncipe no se hace amar que evite ser aborrecido. Y el aborrecimiento, en la contemporaneidad, es fácil de evaluar a través de las encuestas y la percepción mediática.

Sin menospreciar la magia de la comunicación, las posibilidades de la retórica, el tesón para envolver y confundir evidencias con pretensiones, el político desfavorecido por las mayorías, jamás debe ignorar la desaprobación. La persistencia en determinadas actitudes, cuando no se pueden enmendar los errores, demuestra más que perseverancia, patología. Y cuando el embrujo impide la advertencia de los pares y todos se comportan de similar modo las consecuencias son nefastas.

Equivocarse, como la paloma del poema de Alberti, tiene los riesgos de la ternura, del despecho o del dolor. El ave confundía mar y cielo, blusa y falda, norte y sur… Las obligaciones de los políticos trascienden la subjetividad. Comprometen más que el sentimiento. Cuando un dirigente es rechazado de manera persistente debe rehuir el efecto Dios Padre. El extravío político grupal, carece de connotación poética o subversiva. Tampoco es utopía. Es necedad y arrojo inútil.

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