“El amor a la república en una democracia es el amor a la democracia: el amor a la democracia es el amor a la igualdad. Amar a la democracia es también amar la frugalidad.” (Montesquie). Tratando de sostener un mayor acercamiento con nuestro Patricio con motivo del intransferible 26 de enero, aniversario de su nacimiento, entre las páginas enaltecedoras de “Temas Duartianos” del profesor Enrique Patín Maceo, me encontré con un escrito olvidado que no sé cuándo o en qué momento lo escribí ni si llegué o no a publicarlo, quedando convencido al releerlo de que, a pesar de mantener nuestro país el más alto índice de crecimiento económico, por encima de los demás pueblos de la región, según un informe de ONU y del Banco Central, y los bajos niveles de inflación sostenidos durante décadas marchamos, penosamente, como diría Umberto Eco “hacia atrás, como el cangrejo.”
Lo digo con gran pesar porque esos ítems positivos van acompañados de un deprimente, insufrible e intolerable nivel de pobreza extrema, de indigencia y desigualdad social, de corrupción e impunidad, de depredación del erario, de una deuda externa alucinante que nos desprestigia a todos a los ojos del mundo y desacredita el sistema democrático de gobierno que nos gastamos hermosamente camuflado por la Constitución que hace imperativo el llamado a la conciencia nacional, de gobernantes y gobernados, para tratar de enderezar el rumbo de la nación forjada en valores patrios por Duarte y sus leales trinitarios.
Bajo ese epígrafe, inspirado el pensamiento del Barón de Montesquie, me permito rescatar aquel viejo escrito que dice presente como pesadilla de un pasado que late y acusa.
“Entre denuestos y ditirambos, corrupción e impunidad, se nos escapa la democracia. Los candidatos que asumen la responsabilidad de construirla y fortalecerla se descalifican entre sí. Hacen todo lo posible por desacreditarla. Discurre la campaña electoral sin nada que la dignifique. Desbordada por apetencias desmedidas, toma un sesgo peligroso: la desaparición del sistema de partidos políticos. La cantera de políticos confiables, de sentimientos patrióticos, de estadistas, luce exhausto. La moral pública mella la moral ciudadana, suma virtud que resume los demás valores deseados. Ella, llamada para marcar la diferencia entre una sociedad sana, pautada por los principios éticos que deben regir la conducta humana, se encuentra raptada por la rapiña, por el deshonor del sálvense quien pueda. Ahogada entre el herrumbre que corroe el alma y la oxigenización que se precisa, muere de desamor la democracia.
Huérfano de una sabia orientación, el discurso político se centra en mostrar quién es el más corrupto. Quién tiene mayor capacidad de embaucar y proyectar imágenes de bonanza populista, falto de voluntad y propósito de buen gobierno que brilla por su ausencia. El método de ofrecer y mentir, corromper y sumar, con pérdida sensible de la institucionalidad y la democracia, es común en el partido en el poder y su cúpula dirigente como los que aspiran desplazarlo. La bonanza anunciada con cantos de sirena no alcanza el miserere de la degradante miseria y marginación feudal que padecen las mayorías. La nave gubernamental que debe conducirnos a una auténtica democracia, sigue a la deriva.”