Amaya -al igual que varios pintores dominicanos- posee “casa propia”, y su obra se aloja a la perfección entre los muros de “Arte Berri”, no podía faltar el patio interior, y una inesperada palma gigante, de un rosado cantarín, realizada en metal.
POR MARIANNE DE TOLENTINO
El mundo pictórico de Amaya Salazar respira paz, refinamiento y ternura. Su sensibilidad ante las escenas familiares, su técnica suave, incapaz de concesiones, sus cuadros esmeradamente terminados, a menudo precedidos por bocetos preparatorios, han multiplicado a los admiradores al compás de los años. Pero la artista vale aún más que esa agradable definición ha demostrado dones como escultora, y hoy enriquece su temática con el paisaje.
En la zona colonial, esa galería de arte exquisita, cuya modernidad surgió de la arquitectura secular, significa un descubrimiento para el transeunte, sorprendido por la calidad de los espacios, ofrecidos a los artistas. Amaya Salazar -al igual que varios pintores dominicanos- posee “casa propia”, y su obra se aloja a la perfección entre los muros de “Arte Berri”, no podía faltar el patio interior y una inesperada palma gigante, de un rosado cantarín, realizada en metal, también está firmada por Amaya.
No es una innovación total. La incursión tridimensional de la artista en la vegetación tropical había empezado en el hotel Hilton con un mural, de tendencia expresionista y una interpretación atrevida de la palmera, que dificilmente permitía reconocer el sello de la autora. Cristales salpicados, texturas rústicas, tonos amortiguados sugerían una voluntad de experimentar, y algo más se dejaba prever. Problemas técnicos, que esperamos se resuelvan pronto, convirtieron la fuente y espejo de agua en jardinera. El “oasis” se banalizó melancólicamente, pero ello no ha impedido a Amaya Salazar, seguir adelante, en la temática del paisaje, hacia una propuesta distinta y ampliada, que disfrutamos en la presente exposición individual
El paisaje tropical
Observamos que no hay un conflicto estilístico ni contradicciones, sino una revelación que ha sabido integrarse a la factura, a las formas, al colorido de los temas anteriores y simultáneos -ya que la artista los mantiene-. Amaya ha querido representar el paisaje tropical, y la organización de esta serie de cuadros subraya el sentido de la continuidad con los sujetos dedicados a la condición humana. Ella no rompe con lo anterior -no estaría en su personalidad- aunque elabora los elementos vegetales de un modo más esquemático, invitando a una valoración más óptica, menos descriptiva, del follaje y de los troncos: el tratamiento pictórico incorpora la regularidad de líneas verticales y paralelas, destacando una cierta geometría en el tratamiento de las palmas.
La calidad de la luz ya no prefiere los efectos difusos, sino modela las formas y afianza la composición que casi siempre lo sitúa todo en el primer plano. Los juegos de luces privilegian el día o la noche, y cambia la gama de colores, preservando los ritmos y un equilibrio armonioso. No hay una una jerarquía cualitativa: los troncos nocturnos, cargados de minsterio y onirismo, ejercen una seducción lírica, así como la iluminación persistente, que parezca filtrarse entre las plantas, o en el caso de la nocturnidad, brotar de las tinieblas.
Podemos hablar de una magia cromática, con gamas -sino gemas- en rojo, en amarillo, en verde. Emerge no solamente un colorido cálido, sino una suerte de ensayo emotivo, de combinaciones tonales distintas, que se alejan de la realidad para volverla más seductora. Todavía no llegaríamos a calificarla como una explosión de colores llameantes en el mundo vegetal, pero hoy luz y sombra, mezcladas y alternadas, abren perspectivas creadoras para una paleta esplendorosa, que recuerda el fauvismo y sabe comunicar vitalidad al gris y al negro.
Ahora bien, Amaya Salazar todavía manifiesta discreción y prudencia al abordar ese tema, a menudo integra a sus personajes en la naturaleza, tanto que una que otra cara de repente sugiere un espíritu del bosque tropical y un simbolismo subyacente en esta nueva etapa.
La escultura
La palma rosada, que, en el patio interior, se yergue hacia el cielo y versiones miniaruras en distintos colores aportan su nota escultórica y decorativa, pero dejaremos evolucionar, con curiosidad, esa vertiente tridimensional de volúmenes coloreados.
Otro estilo de escultura de Amaya Salazar dialoga con la pintura en cada muestra individual. Son piezas de tamaño pequeño en materiales diversos, cuya representación iconográfica refiere a los temas del amor, del abrazo, a menudo de la pareja, en correspondencia con los temas tratados pictóricamente.
La artista ha adquirido con los años de investigación y práctica una verdadera madurez y soltura, consecuente con la figuración adoptando una simbiosis de realismo y expresionismo, No busca la audacia formal, ni una transformación de su propia obra al pasar de una categoría a otra. Simplemente es una inquietud estética y una manifestación de libertad creadora, que el público aprecia cada vez más.
Si buscáramos antecedentes en la escultura de Amaya la imagen de Camille Claudel – la desdichada novia de Auguste Rodin- surge en la memoria visual. Ahora bien, en conversaciones con la artista, nos damos cuenta de que se trata de pura coincidencia y que la gran escultora francesa no ha sido un modelo ni una fuente inspiradora.
Varios dibujos y estudios preparatorios de ciertos cuadros, algunos dotados de mucha fuerza y desenfado en el tratamiento, completan la exposición. Enseñar lo que está haciendo, hasta en el método y proceso de producción, forma parte de las convicciones de Amaya.
Esperamos que Amaya continúe explorando el paisajismo tropical, que le abre perspectivas muy alentadoras en su expresión, a la vez testimonio de continuidad y de enriquecimiento plástico. El paisaje dominicano necesita a cultores modernos.