FREI BETTO
La encíclica Dios es amor, la primera del nuevo Papa, sorprende positivamente en muchos aspectos, a pesar del lenguaje florido, de difícil comunicación con el público joven. Benedicto 16 rompe la retórica mayestática, tan del gusto de Papas y cardenales, para hablar en primera persona: en mi primera encíclica deseo hablar del amor. Y lo hace recurriendo no sólo a autores cristianos, sino también a clásicos paganos y a otros cuyas obras estuvieron prohibidas por la Iglesia, como Platón, Aristóteles, Virgilio, Gassendi, Descartes y Nietzsche.
El papado se pronuncia con nuevo acento. Nada de condenaciones, escrúpulos o moralismos. El amor es encarado en su dimensión totalizante, de interrelación con Dios, con el prójimo, con la colectividad. No se retrae el autor ante los arrobamientos poéticos, superando dualismos habituales en la tradición eclesiástica: el amor entre el hombre y la mujer, en el que concurren indivisiblemente cuerpo y alma, sobresale como arquetipo del amor por excelencia, de tal modo que, comparados con él, a primera vista todos los demás tipos de amor palidecen. Y exalta las osadas imágenes eróticas de los profetas Oseas y Ezequiel, así como las del Cantar de los Cantares.
Al criticar la visión platónica, tan frecuente en la tradición de la Iglesia, el Papa hace un mea culpa: Hoy no es raro oír censurar al cristianismo del pasado por haber sido adversario de la corporeidad; la realidad es que siempre ha habido tendencias en ese sentido. Y destaca que ni el espíritu ama solo, ni el cuerpo: es la persona, que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad es que la persona se vuelve plenamente ella misma. Sólo de este modo es como el amor -eros- puede crecer hasta su verdadera grandeza.
Benedicto 16 evoca la pedagogía griega para traducir las dimensiones del amor: el eros, la atracción arrebatadora que subyuga la razón; la filia, el amor entre amigos; y el ágape, el cuidado del otro, el sacrifico de sí, la apertura a lo trascendente. Este último plenifica el amor e instaura, no la inmersión en la embriaguez de la felicidad, sino el bien del amado. Sí, el amor es éxtasis_; éxtasis, no en el sentido de un instante de embriaguez, sino como camino, como éxodo permanente del yo cerrado en sí mismo para su liberación en el don de sí y, precisamente de esta forma, para el reencuentro de sí mismo, pero más aún para el descubrimiento de Dios.
Benedicto 16 podría incluir una cuarta dimensión, la más envilecedora: porno, el placer de uno mismo como resultado de la degradación del otro.
El pontífice rechaza la antinomia entre eros y ágape. Si se quisiera llevar al extremo esta antítesis, la esencia del cristianismo terminaría desarticulada de las relaciones básicas y vitales de la existencia humana y constituiría un mundo independiente, considerado quizás admirable, pero decididamente separado del conjunto de la existencia humana. Y enfatiza: en el fondo, el amor_ es una única realidad, aunque con distintas dimensiones; en cada caso, puede que destaque más una u otra dimensión. Pero cuando ambas dimensiones se separan completamente una de otra surge una caricatura o, en todo caso, una forma reductiva del amor.
La encíclica subraya esta dimensión tan acentuada por la teología de la liberación: Jesús se identifica con los necesitados: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados. Siempre que hicieran eso a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí mismo me lo hacen_ (Mateo 25,40). El amor a Dios y el amor al prójimo se funden en un todo: en el más pequeñito encontramos al mismo Jesús y, en Jesús, encontramos a Dios.
En una definición primorosa el Papa afirma que la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en un triple deber: anuncio de la Palabra de Dios (kerigma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia), servicio de la caridad (diakonia). Pues la Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario.
La Iglesia no puede pretender confesionalizar el mundo de la política, ni éste puede querer reducir la religión al ámbito de la sacristía: La Iglesia no puede ni debe tomar en sus propias manos la batalla política para realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe colocarse en el lugar del Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. Ni se haga del ejercicio de la caridad una táctica de proselitismo: Quien realiza la caridad en nombre de la Iglesia procurará no imponer nunca a los demás la fe de la Iglesia. Sabe que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en quien creemos y por el cual somos impulsados a amar.
(América Latina en Movimiento)