Amor y muerte caminan de la mano en las pandillas centroamericanas

Amor y muerte caminan de la mano en las pandillas centroamericanas

TEGUCIGALPA. AFP. Sharon aún estalla en llanto al recordar al amor de su vida: José Adán, un pandillero de la Mara Salvatrucha (MS-13) que opera en Centroamérica, a quien sus propios compañeros asesinaron con saña cuando intentó abandonarlos para dedicarse a su hijo.

Delgada, bajita, de tez blanca, esta mujer de 23 años, miembro una célula de la MS-13 que controla un barrio de Tegucigalpa, es el ejemplo vivo de que el amor y la muerte caminan de la mano en el sombrío mundo de las pandillas. Este 14 de febrero, como otros días de San Valentín, lo pasará sobrellevando el dolor.

«Tuvimos una relación muy linda. Cuando nos nació el bebé, él quiso alejarse (de la mara) para dedicar más tiempo a mi hijo y a mí, pero le jugaron mal», lamenta la joven, sin usar su nombre real.

El 21 de enero de 2009, José Adán (un nombre también ficticio) no llegó a dormir a la casa y un mal presagio prendió en el corazón de Sharon. Ya había recibido advertencias de que corría peligro por su decisión de dejar la mara.

«Fuimos a la iglesia. Quisimos buscar a Dios, pero ya era tarde», deplora la muchacha.   Tras aquella noche de insomnio, ella misma encontró el cuerpo torturado de su amado flotando en una pila de agua en la cima de un cerro cercano, donde los pandilleros acostumbran dejar los cadáveres de sus víctimas, muchos de su rival, la Mara 18 (M-18).

En Honduras, el país sin conflicto bélico más violento del mundo según la ONU, las maras MS-13 y M-18 operan desde mediados de los años 1980, afirman las autoridades, y son temidas entre la población por dedicarse a la extorsión, al sicariato y al narcotráfico.

Amor a primera vista. Cuando murió, José Adán tenía 18 años, como ella. Y como ella, y quizá la mayoría de los pandilleros, venía de una familia desintegrada. Se habían conocido poco antes en las calles de su barrio y todo ocurrió rápidamente. «Fue amor a primera vista», recuerda Sharon con nostalgia.

Eran apenas unos niños que se divertían organizando bailes en casas del vecindario y visitando ferias, aunque cuando salían, a diferencia de otros, José Adán siempre llevaba una pistola calibre 38. Cuando ella quedó embarazada, debió dejar la casa de su madre y fue a vivir a la que José Adán compartía con su padre.

«La mara es una familia, se celebra el Día del Amor, de la Madre, la Navidad, se mueve bastante dinero en esos días (a él) le gustaba darme regalos», cuenta Sharon, quien aún conserva una cartera negra y un cocodrilo de peluche grande.   «Al niño le cantaba canciones de cuna, era muy cariñoso», agrega. Y ese cariño, según Sharon, lo indujo a pedir la baja en la MS-13, lo que equivale a firmar «una sentencia de muerte». A partir de entonces cayó en desgracia con sus jefes.

«Lo mataron de una forma horrible, lo torturaron y luego con una soga le hicieron un tortol (nudo) en la garganta y lo asfixiaron», detalla la joven, con voz entrecortada, enjugando unas lágrimas.

Más allá de la muerte. Fue después de muerto que Sharon supo que el hombre que amaba era «gatillero» (sicario), «traka» (vendedor de drogas) y cobrador de «impuestos de guerra» (extorsiones), las tres acciones más peligrosas en estas organizaciones que azotan a Honduras, El Salvador y Guatemala.

Aunque ella integra la MS-13, en las maras las tareas están compartimentadas como en una estructura militar: solo unos pocos conocen lo que los demás hacen.

Sharon ha sido siempre «bandera», una categoría de miembros que conservan su apariencia normal, sin tatuajes, pero que son ojos y oídos de los jefes en la calle, dando aviso cuando se acercan policías o miembros de la pandilla rival.

Su barriada, que pidió no identificar, se extiende por las laderas de uno de los empobrecidos cerros de Tegucigalpa, de casas de bloques de concreto y barrotes en puertas y ventanas. En sus calles, los «banderas» pasan sus horas en pequeños grupos frente a bares y pulperías, bien vestidos y luciendo gorras, algunas con las insignias de los equipos de béisbol de Estados Unidos.

Sharon convive ahora con otro hombre, pero al amparo del anonimato reconoce que es infeliz. El recuerdo de José Adán aún le lacera como una herida abierta.

A su hijo -hoy de cinco años- y al segundo -de tres-, que procreó con su pareja actual, los mandó a vivir con su abuela a Choluteca, 130 km al sur de Tegucigalpa. «Allá los niños se crían con otra mentalidad, son sanos», dice con tristeza.

No quiere para ellos la vida que ha tenido. Para ella, que no logra superar el vació que le dejó José Adán, no espera mucho más. «A él lo amo, siempre lo voy a querer y a tener en mi corazón toda la vida», sentenció.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas