En un mundo donde todo cambia, debido a la necesidad del progreso y el crecimiento, tanto personal como profesional, se hace necesario estar a la vanguardia. Las necesidades latentes llevan a la humanidad a perseguir el norte deseado y a luchar por obtenerlo.
Aunque se requiere resistencia y perseverancia para lograr los cambios, estos, siempre guían a la mejora de los procesos, pues, así como el ser humano evoluciona, en cuanto a su cuerpo, necesita ese paso evolutivo en su intelecto.
Pero los cambios, deben hacerse paulatinos, pues ser radical puede perjudicar el proceso y hacernos perder la dirección. Tal y como plantean De Miguel, Alfaro, Apodaca, Arias, García y Lobato (2006) se puede lograr mucho más creando el impulso desde dentro para producir lentamente un cambio que permeé cualquier proceso, incluso un proceso educativo.
Este ensayo tiene como propósito primordial sembrar inquietudes en las mentes ávidas de todo educador por pasión. Aquellos que, sin ser enseñados bajo el enfoque por competencias, se han apropiado del mismo y luchan cada día por ser los diseñadores del ambiente ideal que, propicie el aprendizaje significativo.
Es parte de la intención, hacer que demos un vistazo a la necesidad de nuevas estrategias que nos ayuden a forjar a la generación futura, haciendo que nos enfrentemos a la incertidumbre educativa que, muchas veces arropa y provoca la nebulosa para hacernos caer en el tradicionalismo áulico.
Enfocaremos el proceso, observando la realidad del ambiente de aprendizaje, el papel del docente como actor del proceso y la metacognición como reto al cual enfrentarnos.
Los antecedentes en el proceso
Es consabido que el propósito primordial, al momento de enseñar, es permitir la transferencia del conocimiento en un ambiente propiciado para que éste pueda darse de manera eficiente y eficaz (Eraut, 2017).
Es esta la razón por la cual muchos docentes han optado por seguir una regla, que a veces no se sabe si impuesta, consabida o heredada; la transmiten de generación en generación.
Hace cientos de años nuestros salones de clases eran lúgubres, con poca ventilación y especie de cuarto simétrico, en donde la señorita (porque ese, era oficio de mujeres), con una larga falda y blusa de mangas largas y cuello alto, que ostentaba un magnífico peinado (y en algunos tiempos más atrás, un sombrero), solía dar clases a sus estudiantes. Los estudiantes, que estaban absortos; con la mirada fija hacia adelante y sentados en filas indias; donde cada cual veía la nuca de su compañero, como en el tiempo de la colonización; al ver llegar a la señorita, rápidamente se colocaban sobre sus pies, dándose prisa a responder: “¡Buenos días señorita! ¨
No debe olvidarse, también que, la gran mayoría de las veces, estos estudiantes eran mujeres, porque la escuela, en la mayoría de los países de Latinoamérica, comenzó a ser mixta hacia finales de 1800, siendo el caso específico de República Dominicana, el país que hemos tomado como contexto, en el gobierno de Ulises Heureaux, (Martinez-Montalvo, 2000).
La maestra siempre estaba delante y no se puede negar el esmero que mostraban tener estas mujeres, ya que, pasara lo que pasara, siempre estaban a tiempo para su clase.
Sería muy bueno preguntarse qué pasaba por las cabezas de esos muchachos, pues es posible que, al igual que hoy día, existiera el inquieto, el dormilón, el que siempre tenía hambre, la llorona, las calumniadoras, la víctima, la depresiva, entre otros, que pudiéramos mencionar (sin intención de terminar en una página), que no eran más que niños no motivados o que necesitaban ser hilados para conectarse al proceso que se llevaba a cabo.
Como a diferencia de hoy día, no había un psicólogo que los diagnosticara con Síndrome de Déficit de Atención, no se les había solicitado a los padres que presentaran una evaluación del psicólogo y no había un orientador, fungiendo como el encargado de disciplina, a quien le llevan todos los casos “difíciles” para que les guiara con su buen consejo, les asignara algunas tareas, llenara una ficha conductual, que archivarían en su expediente y les aplicara la consecuencia que ameritara, el caso era tratado de forma distinta.
Cabe decir que estos maestros eran héroes anónimos de un proceso que tenía un objetivo definido, pero que utilizaba las mismas estrategias, a lo largo de todo el proceso, para lograr diferentes resultados deseados, lo que obviamente, era imposible de conseguir.
En esos salones de clases se forjaba la patria, se formaban los ciudadanos y crecían los futuros maestros.
Todo ha evolucionado de cien años para acá; ya no hay jinetes montados a caballo, que galopen para llevar la correspondencia, ya la comunicación a través de cartas no debe esperar una o dos semanas para lograr la conexión entre el remitente y el remitido. Ya se puede observar cualquier lugar del mundo sin necesidad de moverse del asiento, y sólo hablamos de barcos, si queremos divertirnos, porque para viajar, están los aviones de alta velocidad, que acortan la distancia y el tiempo entre un país y otro. El hombre fue a la luna y regresó, estamos en la era de la tecnología de punta, de la realidad virtual, del conocimiento tecnológico, de los softwares inteligentes; la era digital. ¡Todo ha cambiado!
Y se pudiera pensar que hasta la educación ha evolucionado, pues ahora se puede participar en una conferencia en línea, con personas que, en momento real, se encuentran en diferentes partes del mundo, se puede estudiar desde la casa y el certificado te lo envían por correo electrónico. Se pudiera decir que el pensamiento educativo ha evolucionado porque ahora se persigue un docente del siglo XXI, que enseñe el contexto real de los estudiantes y palpe con ellos las vivencias actuales, en vez de mostrarla en las láminas de los libros.
Pero ¿Qué ha pasado con nuestros salones de clases y con las estrategias de enseñanza?
Si entramos a un salón de clases del siglo XXI en nuestro país, ¿Notaríamos algo diferente a lo visto hace más de cien años, en la estructura del mismo?
¿Los profesores ya no están parados frente a un grupo de estudiantes, sentados en filas indias?
¿Los estudiantes ya no leen de un material que les entrega el profesor y luego responden preguntas en la clase para más tarde redactar un resumen, que entregarán al maestro para que lo califique?
¿Ya no le ponemos números al conocimiento del estudiantado?
Nuestros salones de clases tienen la misma apariencia lúgubre de hace más de cien años. Quizá muchos luzcan vivos colores en sus paredes, tienen escritorios; en lugar de pupitres, pizarra de fórmica; en lugar de las pizarras de tizas, muchos salones están equipados con aparatos tecnológicos y ya no se escribe el nombre del estudiante sobre su mesa de trabajo, para asignarle un lugar fijo y obligatorio sin respetar el derecho de elección que tienen todas las personas.
Aun así, después de más de cien años, seguimos adoptando la misma modalidad presencial, nos seguimos sentando de la misma forma, el maestro es, la gran mayoría de las veces, el protagonista del proceso y los estudiantes siguen perdiendo su voz, sus ideales y su creatividad.
Sentamos al estudiante para que aprenda y nos olvidamos de que ya vino con las competencias, que el papel del docente es propiciar el medio para que el estudiante las desarrolle. Apagamos la chispa de creatividad que tienen nuestros alumnos porque es necesario que los sometamos a la estructura plasmada en el papel (Robledo, 2013).
¿Puede un profesor romper sus paradigmas para dejar de ser estructurado? ¿No aprenden los estudiantes si no se les encasilla bajo parámetros que deben seguir e indicaciones de la forma en que deben hacerlo?
El ambiente de aprendizaje es propiciado por el maestro, pero debe ser dirigido por los estudiantes, pues estos, son los protagonistas del proceso.