ARCHIVO - En imagen de archivo del 17 de agosto de 2021, un hombre se encuentra sentado en los escombros de un hospital destruido por un sismo de magnitud 7,2 en Fleurant, Haití. (AP Foto/Fernando Llano, archivo)
Tragedias idénticas en lugares del mundo muy alejados entre sí dan cuenta de la miseria con que lidia la gente que de antemano ha sufrido mucho.
En Afganistán, un grupo de hombres armados conocido por su tiranía sádica se abrió paso al poder de nuevo después de 20 años al tiempo que líderes de Occidente y afganos se alejaron con un encogimiento de hombros lamentable. En Haití, un sismo más y una tormenta más azotaron un país excepcionalmente mal preparado para enfrentar a cualquiera de los dos.
A primera vista, poco vincula las dos catástrofes. Una de la que fácilmente se puede culpar a la geopolítica y una guerra imposible de ganar, la otra al movimiento de la corteza terrestre y la tropósfera.
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Y aún así tales agresiones a las víctimas habituales están profundamente conectadas. Se están desarrollando en dos naciones que, cuando el planeta lucha contra estresantes tanto naturales como deliberados, se encuentran en las fallas geológicas de todo que el mundo del siglo XXI batalla para controlar.
Una vez más, algunas de las personas menos afortunadas del mundo se han tornado todavía menos. Y sin importar si el catalizador es la guerra o el clima, el sufrimiento en ambos sitios tiene sus raíces en dos síndromes demasiado humanos: la pobreza y la corrupción.
No es accidental. Tanto Afganistán como Haití han sido invadidos y ocupados por potencias de Occidente durante gran parte de su historia y ambas naciones han sufrido bajo gobiernos corruptos respaldados por los intereses propios de países occidentales. Estados Unidos, por su parte, ha hecho ambas cosas en los dos países.
Por mucho que Occidente quisiera ignorar el hecho, ambas naciones son víctimas de las dinámicas del poder y la codicia descarada que se han puesto en su contra. El hecho de que ninguno de los dos cuenta con un gobierno funcional capaz de ayudarles en momentos de necesidad es una consecuencia directa de los “Grandes Juegos” que sostienen otras naciones por dinero e influencia.
Esto debería encender las alarmas en un mundo devastado por el clima extremo, el contagio viral, la intolerancia religiosa y el oportunismo político. Las inequidades fundamentales en la disponibilidad de alimentos, agua, medicamentos y educación implican que la población lo suficientemente desafortunada por nacer fuera de condiciones más privilegiadas tenga menos oportunidades para cambiar su lugar en el mundo.
Haití encarna esta situación, lo mismo que Afganistán. Los más vulnerables por lo general son los primeros en caer, y vaya que están cayendo.
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En Afganistán —territorio invadido por todos, desde los griegos y los mongoles hasta la Unión Soviética y una operación de la OTAN encabezada por Estados Unidos— han caído durante los últimos 50 años. Cayeron cuando los soviéticos llegaron en 1979, cuando el Talibán llegó por primera vez en 1996, cuando la coalición liderada por Estados Unidos los desplazó en 2001 y nuevamente cuando regresaron esta semana.
En Haití —que resistió a dos décadas de ocupación estadounidense desde 1915 y a dictadores respaldados por Estados Unidos durante la mayor parte de su historia desde entonces— siguen cayendo bajo una pobreza demoledora, el caos político y los desastres naturales, entre ellos un sismo destructivo en 2010.
¿Es posible alterar esos caminos bien trazados? ¿Existe la posibilidad de que la población en lugares como Afganistán y Haití pueda forjar un camino diferente de aquí en delante? Muchos en esos lugares lo dudan.
En toda una vida de cubrir noticias en algunas de las naciones menos favorecidas del mundo, he encontrado esperanza en los lugares menos esperados: en El Salvador, donde tres niños dejaron por un momento de remover un basural para luchar y reír; En Irak, donde el capitán de la marina mercante al que se le vertió ácido nítrico por sus opiniones políticas soñaba con contar su historia en la corte; en el sur de México, donde un joven se dirigía al norte con la esperanza de saber por qué su padre había fallecido en un centro de detención en Texas (suicidio, se le diría luego).
Pero la esperanza ha sido esquiva especialmente en estos dos lugares, cuyos nuevos desastres parecen confirmar la falta de fe de la gente de que de alguna manera, las cosas podrían ser mejores algún día.
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En Afganistán en 2002, después de los ataques terroristas del 11 de septiembre y los cambios tectónicos que causaron en una nación de antemano acostumbrada a una generación de guerra, Hamida, una niña de 12 años, buscaba entre los vegetales podridos al lado de la carretera para alimentar a su familia de 10 integrantes.
“Bajo el Talibán, bajo el nuevo gobierno, es lo mismo”, murmuró, ocultando su rostro detrás de un rebozo cubierto de lodo. “No puedo imaginar que algo vaya a cambiar”.
En Haití en 1998, justo después del paso de un huracán que había devastado gran parte del país, un joven en un asentamiento de ocupantes ilegales tenía pocas razones para soñar con algo mejor.
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″Diariamente despierto y me echo agua en la cara. Me miro al espejo y no veo nada″, dijo Fritzner Midil, de entonces 24 años.
En ese momento, la resignación de Hamida y el abatimiento de Midil me parecieron difíciles de aceptar. Seguro, pensé, las cosas solo pueden mejorar de ahora en adelante.
Dos décadas después, Haití ha sufrido más huracanes, más sismos y más intervenciones de Estados Unidos. El Talibán ha revertido su derrota de 2001, irrumpiendo triunfante en Kabul esta semana con una nueva generación de combatientes jóvenes al centro de su renacimiento y una promesa de inclusión que nadie está seguro de que vaya a cumplir.
Yo yo me pregunto qué pensarán Hamida y Midil de todo esto. Me pregunto si Hamida fue a la escuela, formó una familia y se formó una vida. Y Midil? Me pregunto qué ve reflejado en el espejo estos días.
Por NIKO PRICE Associated Press