Anatomía de una tragedia

Anatomía de una tragedia

Nos enteramos muy pero muy lejos, y en inglés, de la tragedia que, en creol y español, han vivido los apartados poblados del suroeste recientemente, por efectos de las lluvias caídas en el penúltimo fin de semana de mayo. Ocurrió tras la sorpresa de hallar las siglas RD estampadas en la primera plana de dos publicaciones y para colmo esta cobertura se mantuvo por tres días consecutivos hasta que la noticia pasó a la tercera plana. Como siempre es lógico, la culpa no ha sido de nadie.

Es más, habrán quienes podrían decir que si hay un culpable ese es el Río Blanco que desbordó su cauce sin previo aviso a las sombras de la noche para inundar y ahogar las vidas que ya a todos y todas nos han hecho enlutar aun sea por convencional apego a principios eminentemente protocolares.

Pasará inadvertida, una vez más, la ceguera y tolerancia en asuntos de planificación (o prevención) de nuestras eternas autoridades del desatino, no de aquellas surgidas de los cuatrienios políticos, sino de las que ignorantes de las más mínimas elementalidades, permiten, alientan y fortalecen modos de vida inaceptables, principalmente en contraposición a las normas invisibles que establece la naturaleza. Esta tragedia más ha llegado en momentos en que un refrigerado congreso manipula semánticas coercitivas para mutilar una ley medio ambiental que se suponía modélica.

Ha sido como un previo aviso. Mientras por un lado se argumenta que necesitamos «desarrollar» protegidas en aras de mejorar económicamente sectores poblacionales irredentos, por otro lado se permite que la gente ocupe cualquier predio y lo urbanice en contubernio con municipalidades, instituciones y empresas comerciales.

Por ello ha sido casi «norma de gestión» (hacerse de la vista gorda) y dejar que ocurran los improvisados asentamientos sociales. Luego en «auxilio humanitario» les hacen pavimentar callejones, les reconstruyen casuchas a las que les ponen pisos sustitutos de los de tierra, les colocan relucientes chapas de zinc, les llevan las redes eléctricas (casi nunca las de aguas por costosas) y hasta les instalan los ya innecesarios teléfonos fijos.

Todo esto es «desarrollo» que paradójicamente alguien podría calificar de sostenible. Aferrados a la protección divina, los asentamientos improvisados discurren hasta el día en que la naturaleza reclama su lugar, como los animales lo hacen con su territorio. Es ese un reclamo de equilibrio, y es el mismo que pauta la vida planetaria, la que hemos querido modificar y adaptar a nuestras conveniencias temporales por pasajeras (en la vida) sin importar ni calcular los riesgos ni las consecuencias, mucho menos los trágicos desenlaces, que como el de Jimaní, ocurren como enseñanza muda y estrujante.

Ya no sabemos cómo alertar para el uso correcto de las herramientas de planificación, las que verdaderamente son preventivas, no demagógicas ni circunstanciales.

Si los mismos obispos que han tenido la desconcertante visión desarrollista para propiciar las mutilaciones a las leyes medio ambientales, hubiesen tenido la más mínima precaución de observación con los pobladores de estas regiones en tan inestable equilibrio habitacional, la desgracia hubiera podido evitarse.

Si los prestantes congresistas a los que les urgen, cada dos años, alterar leyes constitucionales y propiciar trampas legales, se hubiesen percatado de la sola existencia de focos tan degradados en nuestra anatomía nacional, la desgracia hubiera, quizás, no haberse registrado.

Claro, no todos conocen los lugares afectados, quizás ni los habían oído mencionar. Entonces probablemente sea sacrílego calificar de anatómico este comentario.

Pero como ya es tan sintomático prever por simple contemplación lo que pudiera ocurrir, si se tuvieran en cuenta los factores externos o si se administrara con la cabeza y no con el corazón, utilizamos el término como advertencia futura para otros desbordamientos visibles, también por simple contemplación, los que más tarde que nunca, sufrirán las consecuencias de los reclamos naturales a que ya nos viene acostumbrado la vida, en su camino impostergable hacia la muerte.

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