Anécdotas en el teatro

Anécdotas en el teatro

GUSTAVO GUERRERO
Cuando el cinematógrafo estaba en pañales y mucho menos se contaba con la aparición de la televisión, los dominicanos estaban obligados a recurrir al teatro para su entretenimiento, especialmente los que residían en las ciudades de Santo Domingo y Santiago. De vez en cuando visitaba el país alguna compañía teatral que agotaba una jornada y, luego, se marchaba a otros países iberoamericanos. Largo tiempo transcurriría para volver a nuestro suelo esos artistas de las tablas.

En esos espacios vacíos de teatro surgieron autores teatrales dominicanos que montaban su obra para beneplácito y satisfacción del público. Cuando esto ocurría el teatro se llenaba de asistentes y había que adquirir los boletos de entrada con mucha anticipación.

Como los autores capacitados eran pocos y se requería un gran esfuerzo para montar una obra, surgió un autor un tanto desquiciado que escribió una comedia donde los disparates e incongruencias resaltaban al montón. No obstante -ya sabiéndolo el pueblo el público asistió entusiasmado para divertirse de los estrambóticos giros del disparatado sainete.

Mi madre Adriana Pichardo, que Dios la tenga en gloria, me refería que había asistido a esta función en un teatro de Santo Domingo, donde con frecuencia se presentaban obras ´cómicas de autores criollos y que ésta de la que hemos hecho referencia tuvo mucho éxito no por su calidad, sino porque movía a continuas risas los disparates que el novel escritor ofrecía en su sainete cómico. El público, como dijimos, abarrotaba las localidades del teatro con el fin de pasar un momento de agradable esparcimiento y risa.

Cuando se presentó, por segunda vez este sainete cómico, el público no conocía personalmente al autor y por tal motivo pidió a gritos, después de terminada la función, que el creador del sainete de tan notables disparates apareciera en escena para tributarle un caluroso aplaudo, que más que de admiración sería de burla.

Me contó mi madre que el autor, cuyo nombre no recuerdo, se encontraba recluido en su hogar aquejado por una fuerte gripe. El público no conocía de esa situación. Se puso en pie y a coro pedía a gritos que apareciera el autor de aquella divertida pieza teatral.

¡El autor, el autor, que aparezca el autor!. Era el grito unánime de los asistentes al teatro.

Como no era posible su aparición, el padre del joven «literato» se adelantó hasta el centro del escenario y con la voz quebrada por la emoción, se dirigió al público levantando los brazos:

– Señores, el autor no puede estar con ustedes para recibir sus aplausos porque se encuentra enfermo. El autor no está aquí, en cambio está el autor del autor que es quien les dirige la palabra.

Un cerrado aplauso, gritos estridentes y silbidos continuos no dejaron no dejaron terminar el discurso del autor del autor.

Este suceso en Santo Domingo me hace recordar otro más o menos similar ocurrido en París.

Al estrenarse en la ciudad Luz una de las principales obras de Juan Jacobo Bernard, el padre del autor, el famoso Tristan Bernard, se hallaba entre el público y tuvo la satisfacción de comprobar el buen éxito que alcanzaba la producción de su hijo. Alguien sospechó que aquel había retocado el manuscrito y por eso, al felicitarle, le dijo:

– Usted también tiene parte en el éxito de esta noche.

No sólo tengo parte -contestó el interpelado- sino que todo el éxito se me debe a mí.

-¿De veras? comentó el otro gustoso al ver que sus sospechas se confirmaran.

– Luego la obra es suya…

– La obra no -replicó Tristan Bernard, pero el autor sí…

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