DONALD GUERRERO MARTÍNEZ
Su nombre no le dice nada a nadie, pues no era un personaje. Era solamente eso, un nadie. Poquísimos lo recordarán. Otros poquísimos no lo olvidarán jamás. Era, como lo dice su nombre, un ángel, más bien un angelito, pero negro, no por la pigmentación de su piel, sino porque lo tiñeron de negro las necesidades familiares de toda su vida. El pintor de la canción que «pintaba alcobas con el pincel extranjero» no gustaba de pintar angelitos negros.
Tenía solamente doce años. La ropa, pantaloncito crema y camisa azul que vestía cuando fue visto con vida por última vez, sugiere que asistía a la escuela. Crema y azul son los colores del uniforme en las escuelas públicas. No era uno más entre las decenas de miles de muchachos leventes que pululan por las calles de todas partes entrenándose cada hora para la quema de gomas y las pedreas barriales que terminan «graduándolos» para la drogadicción, y la prostitución y el robo.
El muchachito de este relato, que no era un niño porque esos pertenecen a otro rango social, estudiaba y trabajaba. Como tantísimos otros niños dominicanos de su edad fue empujado por la pobreza al oficio de limpiabotas. Tenía la caja usual del oficio, y con ella caminaba descalzo todos los días hasta el Aeropuerto Internacional de Las Américas, que era su «base de operaciones», para ganar centavos o pesos, seguramente escasos para estos tiempos, y con ellos aportaba para los gastos familiares.
Una tarde, hace pocos días, regresaba a su humilde vivienda el «angelito negro». De repente quedó golpeado por un automóvil en marcha del aeropuerto hacia la ciudad. Lo socorrió el conductor, turista venezolano, y un taxista que lo llevaron sin pérdida de tiempo al dispensario médico de la terminal aérea, el único cercano al lugar del accidente. Quienes lo llevaron, y cuanta gente se enteró allí mismo, reaccionaron con indignación ante la insensibilidad de un personal militar que no permitió ingresarlo para recibir los primeros auxilios. No sólo por los golpes recibidos, sino también por una acción inhumana que da vergüenza, la vida del limpiabotas se apagó a las puertas de un dispensario médico.
La negativa de los militares que negaron al muchachito victimado la oportunidad de ser auxiliado médicamente, obedeció al «cumplimiento del deber» cuando se trata de «orden superior». La orden necesaria debió emanar de un coronel, jefe de seguridad del aeropuerto, y sin que se haya explicado por cuáles motivos, se necesitó media hora –qué larga debió parecerle al moribundo «angelito negro»– para recibirla. Ya no servía para nada. Ángel Gabriel García, que así se llamaba el limpiabotas, estaba muerto.
La negativa militar en este caso, y en cualesquiera otros iguales o parecidos, es un acto inaceptable de violencia oficial, tanto como es inaceptable, si fuera el caso, que aquel personal militar sea mantenido en el mismo servicio. Hasta un analfabeto sabe que un dispensario médico es lugar de emergencia y primeros auxilios.
Eventualmente desatendida la «orden superior», cuál podía ser la sanción para tan «grave» falta? Se la puede imaginar. Un sonoro «pero carajo, coño, usted se ha vuelto loco, buena m…?, dicho con grosería, y cinco días de arresto, o diez, o más. Queda demostrado que la violencia que va arropándonos no es solamente el homicidio, rapto, atraco o violaciones sexuales. Todo acto de violencia tiene un ingrediente de insensibilidad.
Son, acaso, padres de familia esos militares insensibles? Creen en Dios?
Al margen, por «una orden superior» ha sido posible que decenas de vehículos robados, muchos de lujo, recuperados por la Policía, no fueran devueltos a sus propietarios, sino utilizados por oficiales policiales para asuntos particulares.
«El que vive permitiéndolo todo termina no respetando nada». Lo oí el año pasado en una conferencia patrocinada por la Alianza Banileja. El orador invitado fue el Cardenal López Rodríguez.