Angela Peña – De mi amor, a mamá

Angela Peña – De mi amor, a mamá

Muchas mujeres no se explican qué les hace pensar a sus maridos que para ellas es más placentero que las traten y llamen como la esposa, la señora, el yugo, la doña, la dama de hierro, la domadora, la oficial… Todavía perdura en sus mentes la ancestral creencia de sus viejos padres que, casándose, cambiaban el comportamiento meloso, dulzón, cariñoso, sentimental, espontáneo, tierno, de abrazarlas y besarlas con terneza, y hasta con pasión, durante el noviazgo, llamándolas mi amor, tesoro, cielo o inventándoles caprichosos mimos y sobrenombres que delataban su querer sin reservas.

Las hacen suyas, sin embargo, y todo ese grato almíbar se convierte en frialdad, no sólo en vocabulario sino en conducta. Comienzan a llamar a la compañera por su santo y seña de bautismo o le dicen vieja, mamá, y la fiebre y el deseo sexual que los consumía al principio, el amor que los unió en la desesperación de convertirse en un solo corazón, una sola alma, un único sentimiento, desaparece cuando el tiempo pasa. No hay demostraciones de afecto ni en privado ni en público, la pasión escasea y la sexualidad se va espaciando sin caricias ni estímulos, como si el coito fuera dádiva, rutina, favor, obligación, compromiso del que hay que salir rápido.

El esposo sigue poniendo de manifiesto frenesí, virilidad, excitación, furor, delirio, pero en brazos ajenos y en ambientes extraños al hogar y hasta es capaz de ver encantos, estando junto a su mujer, en amigas menos agraciadas que su propia consorte. La madre de sus hijos, como también le llaman, le inspira más respeto que arrebato. Cumple con ella, cubre todas las necesidades materiales, le conduce el carrito en el supermercado, la lleva al cine, al Teatro Nacional, la acompaña devoto a la misa, realizan juntos las visitas a familiares y parejas amigas pero ya no le incentiva estar a solas con ella en un resort o bailando acomodado en la pista de una disco para después ir a descargar el calor de los cuerpos en la cama.

En las reuniones de grupos de diversión en parejas, ellos hablan de política, economía, deportes, beben, juegan dominó o echan un partido de pelota o voleibol mientras ellas se reúnen a contarse sus insatisfacciones íntimas, su abandono. Él se duerme viendo los noticieros, comentan, roncando la última copa, quejándose de la explotación laboral, criticando el último error de D’Ángelo Jiménez y ella se queda con las ganas de una agitada noche de amor, como en los buenos tiempos.

Se anulan las salidas –ahora justificadas por la crisis pero ni aun en la casa se animan ellos a escuchar y bailar el romántico bolero de los recuerdos. No les dicen te quiero porque suponen que ellas lo adivinan basando su presunción en el tiempo bajo el mismo techo y así, desatendidas en amor, mal queridas, insaciables, ávidas de cariño y de arrumacos, faltas de sexo, deseosas de uno de tantos halagos que esparce a su paso el malandrín, corre el tiempo que terminan juntos. Ella envejecida con todo el gusto y el deseo contenidos por décadas, él queriendo inútilmente hacer en la terrible senilidad todo lo bueno que pudo lograr con el ímpetu de sus años más jóvenes.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas