Angela Peña – ¡E pa’ fuera que van!

Angela Peña – ¡E pa’ fuera que van!

La única violencia de esta campaña electoral no es la de los tiros de las caravanas, marchas y bandereos que ya han dejado muertos y heridos aun cuando los principales dirigentes se han reunido en la firma de un pacto para evitar agresiones físicas y verbales. Hay una campaña psicológica montada en oficinas públicas y hasta en cuarteles, por el lado oficial, y otra de provocaciones basadas en la seguridad de un triunfo que está por verse, y que llevan a cabo militantes y simpatizantes opositores.

Secretarios de Estado, jefes departamentales, encargados de recursos humanos sugestionan al personal bajo su dependencia repitiéndoles que recojan, que los contrarios dicen que “es pa’ fuera que van”. La acción, que parece estimular a votar por el partido de Gobierno, podría tener un efecto mercadológico porque se advierte al empleado que de ganar tal o cual organización adversa, el puesto peligra, el servidor público perderá su empleo, desamparado a su suerte. Esta amenaza tiene nerviosos a infinidad de padres de familia que ven peligrar sus chelitos, la leche de los muchachos, el moro de la familia. No hay necesidad de que se les cree esta angustia que viene a sumarse a su ya desesperada situación, provocada por los altos precios. El eslogan no pasa de ser una pegajosa aspiración que apunta a los de arriba, habría que explicarles a estos subalternos medios que se estresan ante la posibilidad de una aplanadora.

Por otro lado están los contrarios con el amenazante estribillo de que “E pa’ fuera que van”, provocando innecesarios enfrentamientos, discusiones, agresiones de todo tipo. Jamás un jingle había creado tanto escozor, dado tanta cuerda.

La ciudadanía está enfrentada hoy con más agresividad que nunca y el comportamiento no es más que el contagio de la conducta feroz de sus líderes que andan diciéndose barriga verde después que juraron respetarse y moderar su lenguaje hiriente, descomedido, a veces procaz.

El juego está trancado entre pepehachistas, hipolitistas y perredeístas que aseguran que el Presidente “gana o se queda”, y peledeístas y reformistas bailando al son de e pa’ fuera que van. No se respetan en sus juramentos triunfalistas y, como además de político, el dominicano es un pueblo bebedor de aguardiente, el peligro se hace presente cuando el alcohol comienza a hacer efecto en esos estómagos en ayunas que tienen el ron y la cerveza como la leche que alimenta sus organismos desnutridos.

Antes de subir los altoparlantes, gorras, camisetas, bocinas, micrófonos, cartelones y banderas, los compañeros entran en camiones y camionetas arsenales de pistolas y punzones e improvisados bares de frías y de potes para calentar los ánimos, prender el pico, afinar las voces que proclaman virtudes de un líder y defectos y desaciertos del contrario. En el dime y direte de uno y otros bandos, ya descontrolados por la ingestión etílica, se producen los desafíos, viene el golpe.

Hay violencia en las calles, oficinas, parques, colmadones, bares y hasta en las guaguas y carros públicos, a causa de esta campaña que se convierte en maldición y augurio de desgracias irreparables.

Los infelices se “emburujan” y matan mientras los jefes de sus partidos, ilesos por la abundante seguridad, se bufean estos pendejos arrebatos populares. La población debería frenar sus pasiones, evitar pleitos, aprender a razonar sin llegar a las ofensas y los puños, porque el muerto en campaña no es héroe ni prócer que se entierra envuelto en la enseña tricolor: es uno más de tantos caídos cada cuatro años a los que sólo lloran y recuerdan sus desventurados familiares que siguen igual de pobrecitos, tal vez más, porque a veces el desaparecido era el que llevaba el sustento.

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