Angela Peña – El otro amor

Angela Peña – El otro amor

¿Me quieres? Te quiero. ¿Me odias? Te bendigo y me alejo. ¿Me ofendes? Te perdono haciéndote reconocer tu falta, si muestras arrepentimiento y deseo de enmienda. ¿Me abandonas? Buen viaje. ¿Me desprecias? Te olvido. ¿Vuelves? Te recibo si aun te amo, si me pides disculpas por la ausencia, si otro no ha ocupado tu lugar. ¿Me pones tus condiciones para el regreso? Las acepto y espero que estés de acuerdo con las mías. ¿No regresas? Saco fuerzas, invento fórmulas, me refugio en lo más ajeno a ti para superar tu alejamiento, si me duele, si no, me alegro.

Porque el amor entre un hombre y una mujer es un camino de doble vía. Es espontáneo, no una obligación. Es un deseo de estar juntos que debe ser común, no impuesto, aunque vivan bajo un mismo techo. Ninguno de los dos es propiedad del otro. Se unieron y decidieron mudarse juntos porque entendieron que su amor era tan grande que no podrían vivir nunca separados. Pero con el tiempo, la rutina, las obligaciones, el trabajo, los hijos, esa llama no se extingue, pero pierde concentración, generalmente de parte del varón que parece ser el que más fijos tiene los pies sobre la tierra y el cerebro en la realidad. La mayoría de las mujeres se mantiene soñando, sintiéndose dueñas absolutas del más mínimo movimiento de su pareja, empeñadas en acicalarlo, arreglarlo, mimarlo, actualizarlo, cambiarlo. No pierden el enamoramiento del noviazgo, de los primeros años de unión y en ese cariño incondicional lo entregan todo y lo esperan todo.

El hombre es distinto. Satisface sus necesidades íntimas y vuelve a la existencia silbando o tarareando una canción, con el pensamiento puesto en sus deberes y necesidades cotidianas mientras ajusta el último hoyito de su correa. Ella no. Ella queda desvanecida, anulada, inútil, reverberada, pensando en lo que acaba de experimentar y prácticamente en esa actitud de espera, satisfacción, consagración, complacencia, rendición, en un darse sin reservas al compañero pasa los años más preciosos, productivos, juveniles, útiles de su vida.

Por eso es tan difícil para ella aceptar el desamor, la infidelidad, el cansancio y hasta el disimulado desprecio y el irrespeto de su pareja hacia ella. Una ruptura de él es como el fin del mundo. No tiene recursos para enfrentarla porque planificó el futuro a su lado hasta la muerte. Entendió que la mejor recompensa a su darse total y absolutamente sería permanecer con ella hasta el final, soportarla, aunque indiferente, silencioso o mudo, enemigos en una misma casa y en distintas camas.

Irse un buen día para siempre es para muchos hombres como comerse un mangú. No lo detienen hijos, bienes en comunidad, mediadores, reclamos. Lo que es grave para él es que lo despidan, lo olviden, lo abandonen, lo compartan. Cuestiona, interroga, exige, persigue, es capaz de matar a la que osó reducir a ese grado su ego, burlar de esa manera su indiscutible hombría. Ahí el amor no es camino de dos vías.

El amor entre parejas debería estar en armonía con el comportamiento normal que prima las relaciones humanas: querer al que te quiere. Cuando dije en mi columna del 14 de febrero que para ser feliz no es necesario que te amen, que basta con que ames tú, no me refería al amor entre un hombre y una mujer sino al amor hacia el prójimo. Se puede amar a un desconocido, sin que te ame, cediéndole el paso en un entaponamiento, facilitándole un parqueo, dándole un chance en la fila, ayudándolo a cruzar la calle, visitando a un preso, consolando a un enfermo, dando comida a un hambriento, compartiendo soledades, escuchando el desahogo desesperado de un abandonado sin remedio, auxiliando a un accidentado… Eso reporta amor al que se entrega, sin que el beneficiario le corresponda. En esos casos, basta con que ames tú.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas