Angela Peña – El supermercado: bomba de tiempo

Angela Peña – El supermercado: bomba de tiempo

Una visita al supermercado es una bomba de tiempo, es destapar una caja de negras sorpresas. Es ir como vaca al matadero, como caña pal’ingenio. Para realizar ese viaje hay que pensarlo cinco veces, confesarse con el maligno, tomarse las pastillas de la presión, darse un tranquilizante o ingerir una pócima a prueba de sustos y disgustos.

Cuando un sitio resulta desagradable, peligroso para la vida, amenazante para las emociones, alterador de la psiquis, amago para los nervios, sencillamente uno lo evade, coge otro rumbo, apunta hacia otro carril, se encamina por la vía más franca, no va. Pero ¿cómo evitar ese duro percance, ese trance más amargo que la muerte? Hay que ir, porque el cuerpo que no se alimenta, se consume. Y como el deseo de toda la humanidad es estar viva, debe pasar por ese cáliz y cargar con cruz tan pesada como es ir al súper a comprobar, indefensos, desamparados, desvalidos, solos, la indetenible alza del arroz, café avena, azúcar, detergentes, vegetales, verduras, lácteos, bebidas, harinas, pastas, cereales, carnes, salsas, aceites, condimentos, ¡todo!

Ahí es donde la mujer está expresando su bravura pero, como a ningún dueño de estos negocios le importa la suerte del consumidor, las reacciones le dan par de tres. Las damas, sobre todo de clase media, gritan, se quejan, reclaman, estrujan, lanzan y devuelven, miran, vuelven a chequear y a colocar, pelean y si siguen gotean ante la mirada indiferente de vendedores, cajeros, gerentes, gondoleros…

Si alguien quiere aprender o escuchar malas palabras que vaya al supermercado. Ese es el sitio de los ahogos colectivos, no de los desahogos porque allí se pone de manifiesto la impotencia frente al cambiante, siempre elevado precio. Y cuando el ama de casa comprueba que no puede llevarse el producto, patalea y explota sin remedio porque en este país sin autoridad, el inspector de control de precios es un personaje de la historia. A señoras de rancia estirpe no les importa su condición social ni su noble descendencia para ensuciarse en las progenitoras de los que gobiernan con vocablos que no riman con su abolengo, desafiando al atrevido que quiera defenderlos. En el súper se fue a millón el recato, no hay lugar para la decencia y la moderación pasó de moda. Ahí se ve y se escucha de todo. Con razón. En casi todos campean abusos, especulación, oportunismo.

Aquí no ha habido sequía y los productos agrícolas, por ejemplo, están casi regalados en las autopistas de los cuatro puntos cardinales del país. Pero el súper, que debe adquirirlos más baratos porque los recibe en cantidades industriales, explotando al cosechador que debe salir de ellos para no perderlos por la abundancia, les coloca el precio por las nubes, con descaro insufrible, jugando con el estómago de la gente, burlando la inteligencia popular.

La histeria está regada en esos expendios. La semana pasada, en Santiago, una señora evacuaba sobre la madre de los tomates y alguien le señaló que callara porque a su lado estaba de compra un reconocido prelado. La señora se volteó y cuando todos esperaban que le pediría disculpas por su encendido léxico, lo reconoció y entonces fue que tomó impulso, exclamando: “¡Coño, monseñor, esto se jodió!”.

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