Angela Peña – Gracias, doctor Cassá

Angela Peña – Gracias, doctor Cassá

Roberto Cassá no sólo es uno de nuestros mejores y más brillantes y cultos historiadores. Es también un ser humano bondadoso, íntegro, generoso, desapasionado y trabajador con que cuenta la República. Es gentil, fino, caballeroso y jamás ha rehuido ofrecer un dato, formular una declaración, exponer una opinión o reflexionar en torno a cuestiones relacionadas con la especialidad que lo distingue, en la que ha incursionado introduciendo nuevas metodologías, extendiendo sus consideraciones a otras materias que aplica con sabiduría e impresionante exactitud a este quehacer al que se ha consagrado. Su obra es diversa, voluminosa, extendida a casi todos los periodos del acontecer nacional, rica en calidad, abundante. El molde de su compostura y su recato lo descontinuaron. Además de escritor, investigador, académico, sociólogo, es maestro en las aulas, calles, canales de televisión y es capaz hasta de permitir que se entorpezca la paz de su hogar para conceder una entrevista.

Emilio Cordero Michel y él tienen gran afinidad porque se parecen bastante, aunque el primero, intransigente, rígido a veces, es capaz de perder la cordura, sobre todo cuando entiende que debe expresar a la franca sus convicciones avaladas por la prueba documental, el trabajo lúcido y el testimonio confiable e irrebatible de un testigo. Los don son materia gris y cerebro de la historia dominicana, que dominan por ser dos entregados estudiosos y maestros de toda la vida. Cordero Michel es igualmente el profesor siempre dispuesto a brindar sus conocimientos, aunque hace tiempo que salió de las aulas con una pronunciada ronquera como recuerdo de sus cátedras.

Ambos me honran con aprecio especial. A ellos debo el que hayan sobreestimado mis capacidades al extremo de pensar que pueda ser merecedora de la elección como Académica Correspondiente Nacional de la Academia Dominicana de la Historia. Cuando el doctor Cordero pidió mi anuencia para proponerme, agradecida, pero llena de rubor, le pedí que no lo hiciera y me complació a regañadientes. En la sesión correspondiente, sin embargo, el bueno y afable Roberto se hizo cargo de la recomendación, que, según supe, fue acogida unánimemente por los presentes. La semana pasada me llegó la comunicación oficial con la designación y, con el dolor de mi alma, he dicho que no a una persona a la que admiro y aprecio tanto como al doctor Cassá. Es que no me siento, no soy historiadora. Sería intrusa colocándome al lado de glorias de las que me siento discípula poco aventajada, como don Chito Henríquez Vásquez, doña María Ugarte, Frank Moya Pons, Carlos Dobal, Bernardo Vega, Fernando Pérez Memén, Marcio Veloz, Amadeo Julián, el padre José Luis Sáez, Jaime Domínguez, Franklin Franco, José del Castillo, Carmen Durán, Walter Cordero y otros que honran con sus obras y figuras la membresía de tan docta casa.

El solo hecho de haberme tomado en cuenta, de llegar a elegirme, es para mí la distinción más alta. Pero es justo que decline con la esperanza de no causar disgusto a mis dos ilustres proponentes. No me creo digna de semejante reconocimiento. No soy historiadora, repito, soy simple comunicadora que vive desentrañando acontecimientos, rebuscando testimonios, escudriñando con protagonistas y testigos los sucesos del pasado, pero no con la asiduidad y la maestría del historiador consagrado.

Gracias de todos modos, doctor Cassá. Como basta con la intención, su carta es de por sí una elección. La enmarcaré con la vanidad que permite exhibir una firma tan pesada como la suya.

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