Angela Peña – La calle de Hipólito

Angela Peña – La calle de Hipólito

Desde que fue electo presidente Hipólito Mejía, la calle Juan Tomás Díaz se convirtió en un hervidero humano. Y ni hablar después que asumió el mando. La seguridad aumentó. Fueron apostados celosos militares prácticamente en toda la manzana. Por la Modesto Díaz parece que había otra vía de comunicación con la casa que entonces se convertía en la más importante del sector y a diario se observaba un mini ejército de miembros rígidos o relajados custodiando el entorno. Cuando Hipólito cogió el poder algunos vecinos pegaron el grito al cielo. La pequeña calle se llenaba no sólo de guardias motorizados o a pie sino de vehículos de todos los calibres, marcas, años. Querían despachar temprano con el jefe, adelantarse al horario de Palacio, evitarse una larga espera en el antedespacho. Iba también gente en busca de concesiones y nombramientos o tal vez deseosa de contar cosas sin levantar sospechas, sin más testigos que los hijos y nietos, las nueras y la primera dama y dos o tres discretos guardaespaldas y secretarios.

Ni hablar de la caravana de periodistas que hacían yuca para seguir la ruta del mandatario o para sacarle una mañanera declaración “atípica” . En la esquina de la calle del Presidente con José Contreras había un tráfico permanente que detenía con frecuencia el tránsito para dar paso a ministros o políticos que entraban y salían o para despejar la ruta que recorrería Mejía camino a su oficina de Gobierno. Desde que Hipólito fue Presidente, sus vecinos vivían en zozobra. A algunos se les felicitaba por tener al lado a tan influyente personaje y en vez de agradecer se indignaban. Les ocupaban las aceras desde las 6:00 de la mañana y la cháchara, dicen ellos que de los periodistas, camarógrafos, fotógrafos, choferes, no les dejaba concluir el necesario sueño de ocho horas pues a las 6:00 de la mañana comenzaba el jubileo. Una amiga del área tuvo que incurrir en deuda para instalar una alta verja que le devolviera la privacidad.

Hoy esa calle está tan despejada que parece triste. El acostumbrado jolgorio cotidiano está casi extinguido. La vigilancia militar se redujo, las aceras volvieron a estar libres. Aquellos desayunos en los que no faltaba la abundante yuca con naiboa de que tanto se ufanaba el Presidente, seguramente se limitaron al círculo más leal de don Hipólito. Parece que allí ya hay poco que dar, casi nada que buscar. Si eso es ahora, que aun quedan unos meses de imperio, hay que imaginar el abandono después del 16 de agosto.

La codicia nacional cambió de casa. Ahora la multitud se mudó a la Capitán Eugenio de Marchena, donde está el edificio de la Fundación Global, que dirige el presidente electo, Leonel Fernández. Allí van a ponerse donde el capitán los vea, militantes, simpatizantes y votantes que quieren conseguir a tiempo sus carguitos, anotarse para cuando se produzca el reparto de la administración pública, dejarse ver para que no los olviden cuando se forme el gabinete, reclamar y recordar que sus votos no fueron de conciencia, ni de rechazo, ni de castigo, ni de compromiso. Fue por el puro interés de ser premiado con una funcioncita para salir de la olla y del anonimato después de cuatro años recibiendo leña. Ya muchos, aunque sin nombrar, cambiaron los números de sus teléfonos celulares y están en negociaciones y conversaciones contando con el pago a su lealtad.

Mientras a Hipólito le dan un respiro en La Julia, a Leonel lo ahogan, lo acosan. A rey muerto, rey puesto. Ojalá que Hipólito comprenda lo que es el oportunismo nacional y sepa dar gracias a Dios por su larga familia que es, después de todo, la única amistad sincera y verdadera. Dicen que Balaguer distinguía tanto a Bello porque se quedó acompañándolo en su dolor en aquel feliz 1978 –funesto para él cuando el pueblo lo mandó decididamente pa’ fuera.

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