Angela Peña – La terrible demencia

Angela Peña – La terrible demencia

¿Quiénes fueron en su cordura? ¿Cuáles serán sus nombres y apellidos? ¿Nacieron dementes o alguna causa superior a sus cerebros débiles determinó ese estado de enajenación que los aísla? Hablan con ellos mismos, divagan o guardan silencio con la mirada fija o perdida, extraviados, sin rumbo, indiferentes a la noche y el padecimiento, viviendo sin sentido, abandonados, malolientes, desaliñados, sucios, el cabello largo empegotado por el polvo que los baña, por la falta de aseo.

Unos se aferran a sitios específicos que quizás relacionan a sus tiempos normales. Otros arrastran los pies hinchados de tanto recorrer largas distancias sin destino. Ven caer las lluvias, despuntar el alba, llegar la noche sin reparar en tiempo ni clima.

Fueron médicos brillantes, funcionarios, eficientes profesionales, estudiantes sobresalientes, intelectuales de altos vuelos a los que tal vez el alcohol, las drogas, las deudas, un desplante amoroso, una obsesión, tornaron en enajenados mentales.

Compadecidos o burlados, agresivos o mansos, van taciturnos o repitiendo sin cesar el drama que tal vez los llevó a ese estado de inconsciencia. Piden, maldicen, sonríen, van rápido, se detienen o mantienen inmóviles en algún lugar que los seduce.

La ciudad está llena de locos. Hace unos meses se denunció con alarma el número cada vez más creciente de estos enfermos sin ninguna ayuda profesional, económica, sin techo ni sustento. Fue tan sólo una alarma sin solución. Nadie acudió en su ayuda. Hoy se han multiplicado. ¿Por qué han aumentado? No es ya la Ciudad Colonial su único refugio, están dispersos por todo el país. A diario surge uno nuevo alucinando, sorprendiendo al prójimo con su discurso incoherente, asustando con sus amenazas peligrosas, escandalizando con el verbo procaz, la pedrada certera.

Son una responsabilidad que el Estado no asume. Justo es que se les ofrezcan las atenciones y cuidados que demanda su deplorable condición. Muchos entorpecen el tránsito constituyéndose en potenciales víctimas o poniendo en peligro la vida de conductores. Otros alteran la paz, interrumpen las conversaciones, rompen grupos. Se han ido dejando al tiempo y a la merced de almas caritativas y generosas que los soportan, comprenden y ayudan aunque sea saciando sus estómagos hambrientos, calmándoles la sed. Dicen los que han estudiado su situación que la mayoría prefiere la Zona Colonial porque es allí donde reciben un poco de comida, un trato condescendiente.

Sin embargo, son las autoridades oficiales del sector Salud quienes deben acogerlos, atenderlos, tratarlos. Son carga, afrenta, vergüenza para familiares que los rechazan sin reconocer el parentesco.

Viven rumiando viejos fracasos y fatalidades, arrastran una tragedia, exteriorizan irrealizados sueños, repiten sin cansarse frustradas aspiraciones, fantasean, se ilusionan, sueñan, como lo hacían en sus tiempos Barajita y Jimaquén, Avena Quaker, Pelao, Chochueca, Anamú… Pero entonces eran pocos. Hoy son tantos que dan la impresión de que el Psiquiátrico lo cerraron y estos seres humanos, dignos de mejores cuidados salieron en gesto solidario a hacer compañía a tantos compatriotas que van por su mismo camino, agobiados por la crisis. Tal vez escaparon pensando que la dura situación ha convertido a la República en un colosal manicomio, que la calle es un mayúsculo hospital de lamentos.

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