Angela Peña – Los periodistas cuando Trujillo

Angela Peña – Los periodistas cuando Trujillo

Dirán como casi todos los dominicanos de ese tiempo: que si no se plegaban, que si se negaban a la adulonería, a la lisonja, no hubieran salvado su pellejo ni servido como testigos y cronistas de esa Era oprobiosa que para muchos fue gloriosa. Aquí cada sector se benefició de ese régimen. Uno más que otro. La prensa parece que no fue ajena al privilegio y cada Día del Periodista, que supuestamente instituyó el Generalísimo el 1 de febrero, se llenaban las páginas de los diarios con los más variados testimonios de gratitud a Trujillo, “a cuya generosa iniciativa se deben la creación del Día del Periodista, así como todos los beneficios recibidos por la prensa”, decía el pie de foto de la primera página de La Nación de 1948. Trujillo, expresa una crónica, era “el magnánimo protector de la prensa nacional”.

Ese editorial es grandioso, elocuente en su estilo y contenido, pese a la coba y el servilismo. Interesantes párrafos reflejan una faceta poco estudiada del oficio de informar. Como éste: “La prensa hace historia. El periodista es, hasta cierto punto, un historiador. Toma la realidad entre sus manos, la modifica a su antojo y la echa a rodar en la hoja volante. Luego, debe sentir el peso de su propia responsabilidad. Debe ser un constructor, nunca un disociador. Su papel no es el de mero relator del hecho que mira y de la realidad que palpa. Es espectador, pero también espectáculo. Entra en escena sin anunciarse. Y no sale de ella sino cuando ha dado a conocer al público el nudo, la trama y el desenlace. De ahí la trascendencia de su labor, el prestigio de sus opiniones, la intangibilidad de sus ideas, la inmaculada probidad de su carácter. Un periodista dúctil, maleable, versátil, titubeante, propicio al soborno y a la dádiva, hecho a la duplicidad tendenciosa y al malabarismo espectacular, jamás merecerá el respeto y la consagración ennoblecedora. Será un juglar o un escamoteador más o menos hábil; un equilibrista más o menos afortunado, pero nunca trazará una directriz, ni señalará un camino, ni aprontará una solución a algún problema trascendente, ni fijará valores, ni realizará nada que valga la pena, nada que rodee de estimación su nombre y lo haga perdurable”.

Pero hay fragmentos en los que el editorialista mata tan brillante pieza, la daña, como cuando manifiesta que cuando Trujillo habla a la prensa es para edificarla. En la introducción, por ejemplo, observa: “La consagración oficial del Día del periodista es, entre nosotros, obra de Trujillo, como suyas son la prédica sana y las normas orientadoras que tienden a solidarizar la familia periodística dominicana en un credo común, eliminando los antagonismos estériles y las rencillas nefandas”.

Añade: “Su espíritu, en el estudio de la prensa nacional, es bandera de unión y de concordia y estímulo y acicate para el sereno discurrir en la libre expresión de las ideas, fuera del encono perturbador, de la insidia velada, de la crítica burda y del efectismo verbal, porque él ve en la prensa el espejo de una sociedad, donde se copian sus vicios y sus virtudes, sus aciertos y sus errores, sus triunfos y sus derrotas, sus ocasos y sus levantes, su historia, en una palabra”.

Es un texto del que, al margen del lambonismo, podrían sacarse lecciones de ética y moral periodísticas, aunque fuera escrito, paradójicamente, en la dictadura de Trujillo.

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