Angustias de un querer ser servidor público

Angustias de un querer ser servidor público

Las angustias del político las conocemos: si su partido gana, a arrasar tocan; si su partido pierde, a medrar sea: cerca del poder, si es posible o en una entidad internacional, de las que ya constituyen el asiento alternativo del desplazado, o en una ONG si ese fue su origen, cuando no a disfrutar lo suyo si la acumulación fue suficiente como para un descanso mientras el poder vuelva a asomar en lontananza.

La situación es distinta para aquellos muchos que tienen vocación de servicio, o que su formación profesional no tiene un mejor empleo fuera de la administración pública, y se presentan situaciones de cambios de gobierno, o de simples cambios del incumbente.

Se hacen apetitosas sus posiciones, ganadas por la capacidad demostrada o por la simple acumulación de años en lo que llega la oportunidad de demostrar una capacidad que nunca ha tenido ocasión de ponerse a prueba.

Apetitosas para los fines del movimiento de tropas que conlleva una sustitución masiva de funcionarios menores, a lo que está autorizado el nuevo dueño de la Cartera o del simple Monedero de una Dirección General, sujeto que suele llegar al cargo por lo general incapaz para su desempeño.

Necesita reclutar rápidamente lealtades que les deban las posiciones, y les hagan las cosas para lo cual no tienen ni la más ligera sospecha.

La práctica, en principio sólo policial, de llegar a la incumbencia con el equipo propio y arrasar con todo, se ha extendido a cargos menores de la administración pública, y ya permea la privada.

Los funcionarios de hoy cargan con sus militantes y sus militares, sus parentelas y amiguetes, sus guardaespaldas y celuleros, sus asistentes y secretarias inasistentes, sus chóferes y arlequines, etc., todos los cuales se mueven agrupados cuando se producen cambios o sustituciones.

La pasada semana se hizo sentir vía red celular el crujir dental de algunos apóstoles de la administración pública, cuya carrera jamás se ha garantizado y cuya inamovilidad dependía en esos instantes terribles y angustiosos de una llamada a la mamá de la prima de una muchacha que tuvo amores con el hijo mayor del primer matrimonio de quien llega con su tropa dispuesta a la toma de la ciudad amurallada, llamada que sólo podía hacer el yerno de una vecina siempre dispuesta a la solidaridad, pero que estaba fuera de la ciudad, yerno que es amigo no sólo de esa muchacha, sino que del hijastro de un funcionario palaciego, de los que hace decretos.

Y, así, hechos los debidos amarres con las distintas soguitas y contactos, retorna la paz al alma, la tranquilidad al hogar, la esperanza de una jubilación para la que falta no más de un lustro, y, sobre todo, la ilusión tantas veces defraudada de que el designado pueda recibirle en las próximas semanas para explicarle los planes que ninguno de sus predecesores ha entendido o lo ha dado curso, simplemente porque no le alcanzó el tiempo para el desarrollo de sus propias metas cuantitativas.

Con la esperanza renovada de que se aplaquen los ánimos y se pueda trabajar en paz hasta las próximas elecciones.

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