¡Animo, amigo!

¡Animo, amigo!

FRANCISCO ALVAREZ CASTELLANOS
He tenido, y aún me quedan, grandes amigos. Amigos de mi más lejana infancia. Pero entre los que me quedan hay uno que necesita con urgencia de ayuda. Parece que se ha cansado de vivir. Así como suena. Soy algo así como el confidente de mi amigo. Y lo que me ha confiado lo hago público con el único fin de que él lea lo que tantas veces le he dicho. El no es dueño de sí mismo, su dueño es El, Nuestro Señor, Dios.

La soledad en que realmente vive le ha producido un estrés que «a cada momento me llena la cabeza de malos pensamientos». Realmente asustado por la periodicidad con que mi amigo me decía lo que pensaba, un día le pedí que me acompañara y lo llevé a un psiquiatra, quien, después de dos horas de consulta, lo puso en tratamiento. Mi amigo ha ido después de esa primera experiencia a la consulta de varios psiquiatras, pero ninguno acierta en sus tratamientos.

Finalmente, hace poco, lo llevé a mi psiquiatra. Mi amigo se había convertido en un «depresivo compulsivo» y la única persona que podía curarlo era…¡ él mismo !

Cuando me lo dijo, sentados ambos frente al mar, olvidé que el galón de gasolina había llegado a los RD$138.80 y que la situación se estaba poniendo «color de hormiga».

Mi amigo está en muy serios problemas. El, como yo, fue seminarista y, por lo tanto, cree en Dios, sabe que hay un Paraíso, un Purgatorio y un Infierno y, más aún, sabe que Dios nos da la vida y es El Unico que tiene la potestad de quitárnosla.

En vista de la situación, me dispuse a filosofar profundamente con mi amigo, mientras miraba fijamente las aguas del mar desde el farallón en que ambos estábamos sentados.

«Te entiendo –me dijo después de una larga pausa–, pero temo que un día no pueda soportar más y en un momento de desesperación haga lo que Dios me tiene prohibido».

¡Dios mío! Mi amigo es el tronco de una familia de profesionales exitosos, tanto aquí como en el extranjero, pero raramente los ve. El trabajo los mantiene atados.

A veces coge su automóvil, arranca por la primera autopista que encuentra y recorre kilómetros y kilómetros. Y cuando regresa, ya de noche, es para enfrentarse a una casa vacía, lo que aumenta peligrosamente su depresión. Pero hace algo que yo le he dicho que haga: ¡me llama por teléfono!

Y yo salgo a su encuentro, lo monto en mi carro y nos ponemos a dar vueltas. No le gusta recordar las cosas buenas que le han pasado, sino todo lo contrario. Yo le hago chistes «coloraos», que sé que le gustan, especialmente el de «edro ere, al que no se le ara», por aquello de que la P de psiquiatra «no suena». No importa cuantas veces se lo cuente, se ríe siempre.

Pero ayer fui a su casa, que estaba llena de trofeos, condecoraciones, premios, diplomas, reconocimientos, etc. y, cosa rara…¡no vi ninguno! Solo vi clavos «huérfanos» en las paredes pero no pregunté nada, sabiendo que se trataba de los hermosos recuerdos de otros tiempos que, según él, le hacen daño.

Todos los días, sin excepción, me reúno con mi amigo. Le converso sobre las más importantes noticias del día y él, como si fuera un disco rallado, casi siempre me responde con la misma frase: «Esto va a terminar mal».

Y yo no le pregunto si va a terminar mal para él… o para el país. Yo creo, personalmente, que para ambos. Y como tengo fe ciega en Dios, y temor al mismo tiempo, solo le pido que ayude a mi amigo, que le devuelva el gusto por la vida, que goce con la risa de sus nietos, con la vista de sus hijos y con los besos de su madre. Y que no pierda la fe.

¡Dios me oiga!

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